sábado, 9 de noviembre de 2013

Reseña: El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza.

Acaba de reeditarse El desierto y su semilla de Jorge Baron Biza, una novela única y poderosa en la que se conjura literariamente una tragedia familiar a partir del relato pormenorizado de la destrucción y reconstrucción de un rostro. / Por Malena Rey
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En algún momento hacia fines de la década del noventa, tuvo lugar la grabación de uno de los episodios del programa El fantasma, emitido por Canal á, conducido por la periodista y crítica Silvia Hopenhayn en la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional. El ciclo, que se encargaba de diseccionar distintas obras a través de la presencia de su autor y de un lector “fantasma” que le hacía preguntas y sugería distintas líneas de lectura, contó en esa ocasión con la presencia, una de las poquísimas apariciones públicas, de Jorge Baron Biza, autor de una única novela, El desierto y su semilla, publicada por primera vez en abril de 1998 por la editorial Simurg y recientemente reeditada por Eterna Cadencia. Jorge, que había colado la novela en 1995 en el Premio Planeta sin quedar siquiera seleccionado, viajó especialmente desde su Córdoba natal para encontrarse con su fantasma, un joven Christian Ferrer, amigo y lector atento, quien sería años más tarde también biógrafo de su padre, el escabroso Raúl Baron Biza. El diálogo que mantienen es interesante y esclarecedor, no tanto por los ademanes televisivos de la época sino por el hecho de escuchar hablar sobre su propia novela al autor, que se suicidó al poco tiempo, en septiembre de 2001. Con voz pausada y algo ronca, una barba entrecana crecida y unos anteojos bastante grandes, Jorge le explica a Hopenhayn y a Ferrer que, en este libro, su vida personal es un “motivo”, un “tema” a partir del cual se construye un sentido que ya es ficcional, y que la novela tiene por supuesto una marca autobiográfica fuerte, pero evita el tono intimista y confesional. Y aquí hay que hacer un breve paréntesis para explicar de qué la va El desierto y su semilla, qué la hace tan singular y estremecedora, y qué lleva al autor a hacerse cargo y al mismo tiempo desmarcarse de su propio libro.
Departamento coqueto y burgués en la calle Esmeralda en Buenos Aires, año 1964. En plena audiencia de divorcio, después de veinte años de tormentoso matrimonio, ante la presencia de los abogados de las partes, Raúl Baron Biza (llamado Arón Grageac en la novela) le arroja en la cara a su mujer, Clotilde Sabattini (en la novela, Eligia), un ácido corrosivo y le desarma y destruye el rostro. Su hijo Jorge (en la novela, Mario Gageac) socorre desde el primer instante a su madre, y en medio de este episodio comienza la narración, escrita casi treinta años después: “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara. (…) La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores”. Lo que empieza a deformarse junto con la novela, el rostro de su madre, la carne, es el motivo sobre el que giran y se superponen los distintos niveles de esta historia: por un lado, el relato pormenorizado de la destrucción de los rasgos conocidos de su madre, la decrepitud de su carne, su estado cadavérico. Y con él, la pérdida de identidad de Eligia, que durante páginas y páginas prácticamente no se expresa, resignada a los tratamientos reconstructivos y a los colgajos, puesta en manos de los médicos. Por otro, la decadencia de una familia que ya no se constituirá como tal: al día siguiente al ataque, encuentran a Arón vestido con robe de chambre y un tiro en la sien, dando inicio a una serie de suicidios como marca registrada de su legado –el fantasma de Arón recorre toda la trama.
Todos los niveles de El desierto y su semilla van en la dirección de hacer de la autoficción un hecho excepcional, dotado de sentido, extravagante solo en los términos en los que es extravagante e inesperada la propia vida.
Pero El desierto y su semilla es también, y sobre todo, una novela de formación narrada por su protagonista, el desconcertado Mario, de veintitrés años, cuidando y asistiendo a su madre en una clínica italiana, sumido en una soledad profunda, rodeado de enfermeras, que muy de a poco va mostrando su sensibilidad esquiva, conjurando la tragedia y transformándola en otra cosa. Mario, como observa Nora Avaro en el prólogo que acompaña esta nueva edición, “mantiene en perspectiva escrupulosa el drama ardiente de su materia autobiográfica”, es un observador medido y a la vez privilegiado, describe como nadie las transformaciones carnosas y tumefactas de lo que queda de una cara cuando ya no hay cara, y su punto de vista, por momentos apático o anestesiado, expresa la crudeza con la que se acerca y se aleja del drama, sobrevolando las posibles explicaciones sin sacar demasiadas conclusiones.
Por eso es interesante, al escuchar a Jorge Baron Biza conversando con Ferrer en Canal á, atender a cómo descorre un poco el velo siniestro de su historia para mostrar la rendija por la que entra algo de luz: “La carne tiene esa cualidad insólita: es el espacio del dolor y es también la sustancia de la tentación, de la esperanza y de la redención. Por ese primer capítulo tan fuerte y fundante de la estructura del libro, el lector queda muy pegado a la idea de destrucción de la carne; pero creo que una lectura atenta revela también una reconstrucción. El narrador, encerrado en una clínica con su madre con el rostro destruido, conoce a una mujer que le da la posibilidad de recuperar su sexualidad y, a través de ella, la reconstrucción del cuerpo femenino, que es una de las cosas más bellas que existen en el mundo”. Esa mujer que conoce Mario es Dina, una prostituta de las calles y los bares de Milán con la que mantiene una relación entre el afecto y la desidia, contrapunto de su anestesia sentimental. Y otro de los personajes indiscutidos es el alcohol: Mario se pierde entre las botellas de licores coloridos de los bares, que contrastan con esa plasticidad espeluznante de tonos en el rostro de su madre. Todos estos niveles van en la dirección de hacer de la autoficción un hecho excepcional, dotado de sentido, extravagante solo en los términos en los que es extravagante e inesperada la propia vida. Y como si fuera poco, la novela investiga y construye un lenguaje propio, también ficcional: un cocoliche trabajado con total libertad, sin necesidad de confrontarse con la lengua “correcta” sino puesto a funcionar en la maquinaria de El desierto y su semilla con autonomía (sobre esto se extiende Baron Biza en “La libertad del cocoliche”, texto incluido en Por dentro todo está permitido, la compilación póstuma de sus reseñas y ensayos).
El desierto y su semilla es también, y sobre todo, una novela de formación narrada por su protagonista, el desconcertado Mario.
Otro personaje puesto a jugar en esta constelación de cuerpos vulnerados en el espacio cerrado de la novela es el cadáver de Evita, manipulado, embalsamado, escondido en un sepulcro anónimo. La dupla femenina de Evita y Clotilde Sabattini (funcionaria radical, creadora del Estatuto docente) contrasta y amplifica las diferencias entre dos modelos de país a partir de sus rasgos (la popularidad de Eva versus la ingenuidad y la fragilidad de Eligia) y se mantienen en sobria tensión en la novela.
Con todos estos elementos, pero sobre todo por el hecho de poder narrarlos y conjugarlos, El desierto y su semilla merece ser considerada como una novela única y poderosa, que se desmarca por su propia fuerza de cualquier otro relato existencial y que busca, a partir de la impronta biográfica, convertir los sucesos en literatura.


Jorge Baron Biza
El desierto y su semilla
(Eterna Cadencia)
224 páginas
Prólogo de Nora Avaro




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