sábado, 28 de junio de 2014

LA REGIÓN MENOS TRANSPARENTE

libros

Escritor bisagra entre los padres fundadores y la generación de entreguerras de la narrativa norteamericana, Sherwood Anderson logró crear un universo propio, con personajes representativos del “hombre medio”, pero siempre aspirando a una fuga aventurera, ambientado en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Una nueva versión de su clásico Winesburg, Ohio y los cuentos de La chica de Nueva Inglaterra coinciden felizmente por estos días en las librerías locales.
Por Mariana Enriquez
El Medio Oeste de los Estados Unidos es una región enorme, poderosa económicamente y en general poco estimada, como si el corazón del país fuera monótono, tosco, menos interesante que las dos vistosas costas o el mitificado sur. El Medio Oeste ocupa doce estados: Illinois, Iowa, Indiana, Kansas, Michigan, Minnesota, Missouri, Nebraska, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Wisconsin y Ohio. Ahí están las ciudades de Chicago y Detroit; ahí vivieron los sioux, ahí nacieron Chuck Berry, Bob Dylan, Michael Jackson, Madonna, Henry Ford; es el rust-belt, el cordón industrial, y todavía es la región que da vuelta cualquier elección en Estados Unidos. Aun así, en el imaginario, el Medio Oeste aparece como una región polvorienta de fábricas, maíz y lagos helados, un lugar de donde escapar, un punto de partida.
La cuestión de clase tiene que ver con esta poca estima; también, la falsa idea de que el Medio Oeste no ha dado una literatura tan poderosa como la de otras regiones del país. Se trata de la región que ha dado el libro que encabezó la literatura moderna de los Estados Unidos: Winesburg, Ohio (1919) de Sherwood Anderson, texto bisagra entre los grandes padres –Melville, Hawthorne, Thoreau, Whitman– y los nombres fundacionales de Hemingway, Faulkner, Thomas Wolfe y F. S. Fitzgerald. Durante mucho tiempo, Winesburg, Ohio fue considerado un libro de cuentos; ahora los críticos prefieren reconocerlo por lo que es, una novela atomizada o, como define Luis Chitarroni en el prólogo de la nueva edición que acaba de publicar Eterna Cadencia, “una de las primeras narraciones fragmentarias”. A esta edición de Eterna Cadencia hay que agregarle la notable traducción de Natalia Moret. Winesburg, Ohio está libre de derechos y en 2010 había aparecido la edición de Acantilado con una también muy buena traducción de Miguel Temprano García, pero ésta tiene las muchas ventajas de lo local, desde la ausencia de ciertos giros castizos enojosos hasta, cuestión no menor, el precio.
Con su preámbulo activo (o “hall distribuidor”, dice Chitarroni), recurso técnico que luego sería usado por, entre otros, Ray Bradbury en Crónicas marcianas, en Winesburg, Ohio, Anderson recorre las vidas entrecruzadas de los habitantes del pueblo con el joven periodista George Willard como hilo conductor, un chico que empezará el libro como testigo de historias y ocasional escucha de las vidas ajenas y terminará, una vez muerta su madre, partiendo de Winesburg hacia el futuro (un movimiento muy propio de la narrativa del Medio Oeste, que a lo mejor debe su reputación a esa condición de ser el lugar de origen que debe dejarse atrás).
Winesburg, Ohio posiblemente tenga su origen e influencia directa en la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, publicada apenas algunos años antes, en 1915. Lee Masters era también de la región: nació en Kansas y trabajó casi toda su vida en Chicago. Anderson nació en Candem, Ohio, y pasó muchos años de su vida como hombre de negocios en el pueblo de Elyria y en Chicago, hasta que no soportó más esa vida y decidió dedicarse a la literatura y al periodismo. Su registro de “el hombre común”, su preferencia por el paisaje y la psicología por sobre la trama y el efecto de una prosa llana, despojada, de cronista, con momentos de intensidad lírica, cambiaron la literatura: en el futuro, la galería de personajes, el pueblo como microcosmos y el testigo que lo cuenta serían reinventados por Yonknapatawpha, Comala, Macondo, Santa María.
De los muchos personajes clásicos de este libro hay varios inolvidables: Wing Biddlebaum, el ex maestro acusado de abusar de chicos; el reverendo Curtis Hartmann, que espía a su vecina, la maestra que fuma desnuda y cree ver en la mujer un signo de Dios; el muy serio Seth Richmond, el misógino Wash Williams, el fanático religioso Jesse Bentley, que en su relato “Piedad. Una historia en cuatro partes” cuenta, también, los grandes cambios que la industrialización trajo a la región. Pero el más inolvidable es Alice Hindman, la protagonista de “Aventura”, la chica que espera al novio que no vuelve y una noche sale a correr por las calles, desnuda. Cuando vuelve a su casa y se mete en la cama, Alice “trató de afrontar con dignidad la idea de que mucha gente debe vivir y morir sola”.
La chica de Nueva Inglaterra. Sherwood Anderson Nórdica 223 páginas
“Aventura” es una palabra que se repite en Winesburg, Ohio; es una palabra que vuelve a aparecer en los relatos inéditos en castellano de La chica de Nueva Inglaterra (Nórdica), una colección de relatos tomada casi en su totalidad de The Triumph of the Egg (1921); de hecho, las únicas modificaciones respecto de este libro son dos relatos eliminados, “The Dumb Man” y “The Man with the Trumpet”. Anderson no volvió a tener un éxito como el de Winesburg, Ohio (su novela The Dark Laughter, de 1925, vendió mucho, pero hoy nadie la lee) y ninguno de sus otros libros fue rescatado por los lectores o los críticos. Quizá sea tiempo de revisitar a Sherwood Anderson: en La chica de Nueva Inglaterra hay relatos impresionantes. Uno de ellos es “Quiero saber por qué”, famoso porque Richard Ford dijo que le había disparado su vocación literaria a los 19 años y agregó: “Es el mejor relato que he leído en mi vida a propósito del universo de los caballos, mejor incluso que los del propio Faulkner”. “Quiero saber por qué” está contado en primera persona por un adolescente que ama a los caballos y va a la mítica carrera de Saratoga, en Kentucky, al sur de Ohio. Ahí conoce al entrenador de su caballo favorito y cree tener una conexión con él: la pureza de la relación entre el coach y el animal lo lleva a una epifanía. Una epifanía que será destrozada cuando siga al entrenador hasta un burdel y lo vea degradado y fanfarrón. Y entonces: “En las pistas, el aire ya no es el mismo, ya no huele tan bien, ese lugar ha perdido su encanto”. La aventura termina en desencanto y aparece el otro gran tema de Anderson, junto con la soledad y la inquietud: la pureza. O, mejor dicho, la dualidad de pureza y bajeza. “La chica de Nueva Inglaterra”, el cuento del título, recuerda a Alice y su “aventura”: la chica, Elsie, también termina desnuda, bajo una tormenta, en medio de un maizal en Iowa, preguntándose si la vida sólo tiene para ofrecerle una casa campesina, sus primos medio brutos, la soltería en el campo. “El huevo” es el relato que más recuerda a los hombres rotos de Winesburg, con un chico que cuenta los fracasos de su padre, un mal comerciante que cae en esfuerzos patéticos por levantar su triste restorán de ruta.
Winesburg, Ohio. Sherwood Anderson Eterna Cadencia 252 páginas
Hay un centro de silencio en estos personajes, en este paisaje, en estos relatos. En “Hermanos”, un relato episódico sobre el contraste del pueblo y la ciudad, Anderson dice que de la boca de un hombre sale “la historia de la soledad humana, el esfuerzo por atrapar la belleza inalcanzable”. Todos los personajes de Anderson, incluso los derrotados, están vencidos después de un enorme esfuerzo: la búsqueda de eso que llama vagamente “aventura”, que toma muchas formas (el deseo del amor, la felicidad, el progreso, la notoriedad y que rara vez, si alguna, se consigue). La chica de Nueva Inglaterra no tiene la forma admirable de Winesburg, Ohio, aunque hay aquí cuentos impresionantes, llenos de una tristeza sin nombre, pero de enorme e inabarcable presencia, como la región donde estos hombres y mujeres viven, y que los habita.


NOTA COMPLETA

"El absoluto literario" de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy (Eterna Cadencia). Por Francisco Jiménez de Cisneros .

Eterna Cadencia ha publicado El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán de los franceses Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy. El absoluto literario es una de las más monumentales obras de la historia de la crítica literaria, una especie de biblia del romanticismo alemán, que permaneció, hasta hoy, inédita en español pese a que su versión original fuera publicada en Francia en 1978.
Surgido en Jena hacía el 1800 en torno a la revista Athenaeum y al grupo formado por los hermanos Schlegel, el romanticismo fue (más allá de representar una sensibilidad o un estilo) una teoría. Y constituyó, como señalan Lacoue-Labarthe y Nancy, el momento inaugural de la literatura como producción de su propia teoría y de la teoría que se piensa a sí misma como literatura, dando lugar a una época crítica.

El objetivo original de este libro fue dar a conocer los textos en los que se efectuó dicha operación, pero acompañándolos teóricamente. Por eso los autores proponen una lectura alternada de la producción del romanticismo y de algunos de sus trabajos sobre esos textos, que intenta no limitarse ni a su mero registro ni a su mera teorización.

De los doce textos del romanticismo incluidos (traducidos en esta edición directamente del alemán), diez se publican íntegramente (las excepciones son Lecciones sobre el arte y la literatura de August Schlegel y Filosofía del arte de Schelling). De este modo, esta edición ofrece una traducción doblemente cuidada, que trabaja desde los idiomas originales de los textos (francés y alemán, según corresponda).

En definitiva, pese a haber sido traducido por primera vez al español hace alrededor de dos años, El absoluto literario es considerado ya un clásico y una de las más destacadas colaboraciones de dos de los mayores exponentes del pensamiento francés contemporáneo.

NOTA COMPLETA

miércoles, 18 de junio de 2014

LA REGIÓN MENOS TRANSPARENTE




Escritor bisagra entre los padres fundadores y la generación de entreguerras de la narrativa norteamericana, Sherwood Anderson logró crear un universo propio, con personajes representativos del “hombre medio”, pero siempre aspirando a una fuga aventurera, ambientado en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Una nueva versión de su clásico Winesburg, Ohio y los cuentos de La chica de Nueva Inglaterra coinciden felizmente por estos días en las librerías locales.
El Medio Oeste de los Estados Unidos es una región enorme, poderosa económicamente y en general poco estimada, como si el corazón del país fuera monótono, tosco, menos interesante que las dos vistosas costas o el mitificado sur. El Medio Oeste ocupa doce estados: Illinois, Iowa, Indiana, Kansas, Michigan, Minnesota, Missouri, Nebraska, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Wisconsin y Ohio. Ahí están las ciudades de Chicago y Detroit; ahí vivieron los sioux, ahí nacieron Chuck Berry, Bob Dylan, Michael Jackson, Madonna, Henry Ford; es el rust-belt, el cordón industrial, y todavía es la región que da vuelta cualquier elección en Estados Unidos. Aun así, en el imaginario, el Medio Oeste aparece como una región polvorienta de fábricas, maíz y lagos helados, un lugar de donde escapar, un punto de partida.
La cuestión de clase tiene que ver con esta poca estima; también, la falsa idea de que el Medio Oeste no ha dado una literatura tan poderosa como la de otras regiones del país. Se trata de la región que ha dado el libro que encabezó la literatura moderna de los Estados Unidos: Winesburg, Ohio (1919) de Sherwood Anderson, texto bisagra entre los grandes padres –Melville, Hawthorne, Thoreau, Whitman– y los nombres fundacionales de Hemingway, Faulkner, Thomas Wolfe y F. S. Fitzgerald. Durante mucho tiempo, Winesburg, Ohio fue considerado un libro de cuentos; ahora los críticos prefieren reconocerlo por lo que es, una novela atomizada o, como define Luis Chitarroni en el prólogo de la nueva edición que acaba de publicar Eterna Cadencia, “una de las primeras narraciones fragmentarias”. A esta edición de Eterna Cadencia hay que agregarle la notable traducción de Natalia Moret. Winesburg, Ohio está libre de derechos y en 2010 había aparecido la edición de Acantilado con una también muy buena traducción de Miguel Temprano García, pero ésta tiene las muchas ventajas de lo local, desde la ausencia de ciertos giros castizos enojosos hasta, cuestión no menor, el precio.
Con su preámbulo activo (o “hall distribuidor”, dice Chitarroni), recurso técnico que luego sería usado por, entre otros, Ray Bradbury en Crónicas marcianas, en Winesburg, Ohio, Anderson recorre las vidas entrecruzadas de los habitantes del pueblo con el joven periodista George Willard como hilo conductor, un chico que empezará el libro como testigo de historias y ocasional escucha de las vidas ajenas y terminará, una vez muerta su madre, partiendo de Winesburg hacia el futuro (un movimiento muy propio de la narrativa del Medio Oeste, que a lo mejor debe su reputación a esa condición de ser el lugar de origen que debe dejarse atrás).
Winesburg, Ohio posiblemente tenga su origen e influencia directa en la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, publicada apenas algunos años antes, en 1915. Lee Masters era también de la región: nació en Kansas y trabajó casi toda su vida en Chicago. Anderson nació en Candem, Ohio, y pasó muchos años de su vida como hombre de negocios en el pueblo de Elyria y en Chicago, hasta que no soportó más esa vida y decidió dedicarse a la literatura y al periodismo. Su registro de “el hombre común”, su preferencia por el paisaje y la psicología por sobre la trama y el efecto de una prosa llana, despojada, de cronista, con momentos de intensidad lírica, cambiaron la literatura: en el futuro, la galería de personajes, el pueblo como microcosmos y el testigo que lo cuenta serían reinventados por Yonknapatawpha, Comala, Macondo, Santa María.
De los muchos personajes clásicos de este libro hay varios inolvidables: Wing Biddlebaum, el ex maestro acusado de abusar de chicos; el reverendo Curtis Hartmann, que espía a su vecina, la maestra que fuma desnuda y cree ver en la mujer un signo de Dios; el muy serio Seth Richmond, el misógino Wash Williams, el fanático religioso Jesse Bentley, que en su relato “Piedad. Una historia en cuatro partes” cuenta, también, los grandes cambios que la industrialización trajo a la región. Pero el más inolvidable es Alice Hindman, la protagonista de “Aventura”, la chica que espera al novio que no vuelve y una noche sale a correr por las calles, desnuda. Cuando vuelve a su casa y se mete en la cama, Alice “trató de afrontar con dignidad la idea de que mucha gente debe vivir y morir sola”.
La chica de Nueva Inglaterra. Sherwood Anderson Nórdica 223 páginas
“Aventura” es una palabra que se repite en Winesburg, Ohio; es una palabra que vuelve a aparecer en los relatos inéditos en castellano de La chica de Nueva Inglaterra (Nórdica), una colección de relatos tomada casi en su totalidad de The Triumph of the Egg (1921); de hecho, las únicas modificaciones respecto de este libro son dos relatos eliminados, “The Dumb Man” y “The Man with the Trumpet”. Anderson no volvió a tener un éxito como el de Winesburg, Ohio (su novela The Dark Laughter, de 1925, vendió mucho, pero hoy nadie la lee) y ninguno de sus otros libros fue rescatado por los lectores o los críticos. Quizá sea tiempo de revisitar a Sherwood Anderson: en La chica de Nueva Inglaterra hay relatos impresionantes. Uno de ellos es “Quiero saber por qué”, famoso porque Richard Ford dijo que le había disparado su vocación literaria a los 19 años y agregó: “Es el mejor relato que he leído en mi vida a propósito del universo de los caballos, mejor incluso que los del propio Faulkner”. “Quiero saber por qué” está contado en primera persona por un adolescente que ama a los caballos y va a la mítica carrera de Saratoga, en Kentucky, al sur de Ohio. Ahí conoce al entrenador de su caballo favorito y cree tener una conexión con él: la pureza de la relación entre el coach y el animal lo lleva a una epifanía. Una epifanía que será destrozada cuando siga al entrenador hasta un burdel y lo vea degradado y fanfarrón. Y entonces: “En las pistas, el aire ya no es el mismo, ya no huele tan bien, ese lugar ha perdido su encanto”. La aventura termina en desencanto y aparece el otro gran tema de Anderson, junto con la soledad y la inquietud: la pureza. O, mejor dicho, la dualidad de pureza y bajeza. “La chica de Nueva Inglaterra”, el cuento del título, recuerda a Alice y su “aventura”: la chica, Elsie, también termina desnuda, bajo una tormenta, en medio de un maizal en Iowa, preguntándose si la vida sólo tiene para ofrecerle una casa campesina, sus primos medio brutos, la soltería en el campo. “El huevo” es el relato que más recuerda a los hombres rotos de Winesburg, con un chico que cuenta los fracasos de su padre, un mal comerciante que cae en esfuerzos patéticos por levantar su triste restorán de ruta.
Winesburg, Ohio. Sherwood Anderson Eterna Cadencia 252 páginas
Hay un centro de silencio en estos personajes, en este paisaje, en estos relatos. En “Hermanos”, un relato episódico sobre el contraste del pueblo y la ciudad, Anderson dice que de la boca de un hombre sale “la historia de la soledad humana, el esfuerzo por atrapar la belleza inalcanzable”. Todos los personajes de Anderson, incluso los derrotados, están vencidos después de un enorme esfuerzo: la búsqueda de eso que llama vagamente “aventura”, que toma muchas formas (el deseo del amor, la felicidad, el progreso, la notoriedad y que rara vez, si alguna, se consigue). La chica de Nueva Inglaterra no tiene la forma admirable de Winesburg, Ohio, aunque hay aquí cuentos impresionantes, llenos de una tristeza sin nombre, pero de enorme e inabarcable presencia, como la región donde estos hombres y mujeres viven, y que los habita.

NOTA COMPLETA

jueves, 12 de junio de 2014

10 PREGUNTAS A HERNÁN RONSINO


hernan ronsino 1
Hernán Ronsino es escritor, argentino, autor de la novela “La descomposición” (2007) comentada aquí, la cual inauguró la trilogía conformada junto a Glaxo (2009) y Lumbre (2013).
Le agradecemos a Hernán por el tiempo que nos brindó. Los dejamos con la entrevista, que la disfruten.
¿Cómo empezaste tu carrera como escritor y cuándo?
Empecé a escribir a los veinte años, después de haberme cambiado de carrera. Empecé a estudiar sociología y, a la vez, comencé a leer literatura y a escribir. A bocetar los primeros cuentos.
¿Te inspiró alguien en particular?
Fue un momento en el que necesitaba expresarme. Y la escritura canalizaba muy bien ese deseo. Fui aprendiendo a escribir a la vez que iba aprendiendo a leer. Porque antes de los veinte años la literatura era solo una materia de la escuela. Y lo que leía era por obligación y para rendir exámen. Aprendí a leer y  a escribir al mismo tiempo.
¿A qué hora del día te surgen más ideas?
Trabajo mejor después del mediodía. Hasta las cinco o seis de la tarde. En esa franja horaria es cuando más conexión tengo.
¿En qué lugar de tu casa te gusta escribir? ¿Cómo está ambientado tu lugar de trabajo? 
Al principio era muy obsesivo con los espacios y los momentos de escritura. Ahora puedo escribir en cualquier lugar. Incluso en bares.
¿Cómo surgió la idea de “La descomposición”? ¿En qué te basaste para escribirlo?
Es una novela que se desprende de una imagen. La exploración de esa imagen y la necesidad de pensar la tensión entre escritura y muerte fue lo que desplegó la narración.
¿Cuáles son tus autores preferidos?
Me gustan mucho Beckett y Duras, por ejemplo. Joseph Roth, también.
¿Qué autores recomendarías leer?
Recomiendo leer a Emiliano Monge, Juan Pablo Roncone, Federico Galende.
¿Qué libro famoso te hubiera gustado escribir?
No se me ocurre.

martes, 3 de junio de 2014

Stephen Dixon, escritor de escritores


Lo llaman “el escritor de escritores”, un apodo que inventaron los críticos estadounidenses para clasificar su talento inclasificable. Stephen Dixon (Nueva York, 1936) tiene unos treinta libros publicados, más de cuarenta años de carrera literaria y ha sido dos veces finalista al National Book Award, y aun así sigue siendo un desconocido para la mayor parte de los lectores. “Nunca he sido un escritor de best-sellers, tampoco he logrado vivir de las royalties. Para mí, que me paguen 3 mil dólares de adelanto ya es muchísimo”. Así de claro habla el profesor Dixon, quien no tiene pruritos en reconocer que fue reportero de calle, profesor de escuela primaria, camarero y vendedor en Bloomingdale’s hasta que a los 42 años firmó un contrato con la editorial Harper & Row por dos libros. “De todos modos tampoco eso me dio demasiado dinero. Sólo pude casarme, tener hijos, seguro médico, casa y todas esas cosas de la vida adulta cuando me contrataron de la Johns Hopkins University como profesor de escritura creativa, y ahí me quedé desde 1980 hasta 2007, año en el que me jubilé”. Eso suma un total de 26 años dedicados a enseñar a escribir. Stephen Dixon ni siquiera es capaz de contar cuántos manuscritos ha leído en su vida, pero sí sabe una cosa: no quiere leer ni uno más. Desde que se retiró, es escritor a tiempo completo.
Dixon cuenta que de pequeño tenía dificultades para hablar, que tartamudeaba, que se chupaba el dedo, que eso era un verdadero dolor de cabeza para su padre (dentista), pero que todos estos problemas se esfumaron a los 10 años, cuando descubrió la literatura, empezó a leer en serio y ya no paró. “De todos modos, hasta después de los 20 años no pensé en ser escritor. Mi padre quería que todos sus hijos estudiáramos para dentistas y que luego abriéramos todos juntos un consultorio en el edificio Chrysler. Ninguno de mis hermanos quiso dedicarse a la profesión, sólo yo empecé a estudiar la carrera, pero luego la dejé. Me repugnaba dedicarme a eso”. Confiesa que sus años de reportero fueron unos de los más felices de su vida. “Tenía credencial de periodista y podía ir adonde quisiera y entrar gratis”.
—Tengo entendido que también entrevistó a grandes personalidades.
—Cierto. Entrevisté a Kennedy, Nixon, Johnson, Kruschev.
—¿Kruschev?
—Sí, lo entrevisté cuando vino a Estados Unidos en 1960, en la época de Eisenhower. Subí corriendo las escaleras del Lincoln Memorial, me abrí paso entre un montón de periodistas, pasé por debajo del cordón de protección y me planté delante de él. Kruschev me miró y me preguntó en ruso quién era. “Un periodista valiente”, le contesté. El traductor le transmitió lo que acababa de decir y así fue como conseguí la entrevista.
—Y durante todo este tiempo no dejó de escribir ficción.
—Jamás. De hecho usaba el dinero que me pagaban como periodista para financiar mi tiempo de escritor. No estaba mal. Trabajé también para la CNS hasta que en 1964 me dieron la beca Stegner para el programa de escritura creativa de Stanford. Ni siquiera sé cómo la conseguí. A Wallace Stegner, quien en aquel entonces estaba todavía a cargo del programa, no le gustaba demasiado lo que yo escribía.
—¿Y eso por qué?
—Mi prosa es demasiado urbana, supongo.
Realismo experimental. Stephen Dixon publicó su primer cuento, The Chess House, en The Paris Review cuando el mítico Georges Plimpton estaba todavía al frente de la revista. “Si hubiera sido por Plimpton, creo que todavía estaría corrigiendo ese cuento al día de hoy. Me pidió que lo reescribiera una y otra vez. Hasta que me harté y le mandé una carta con la primera versión que había hecho, la original. Nunca me respondió. Simplemente se limitó a publicarlo”. Esto marcó el inicio de su carrera como escritor. Era 1968.
Un crítico estadounidense llamado Roger Gathman definió la escritura de Dixon “como una prosa en ropa interior”, y lo cierto es que es una forma bastante acertada de definir su extremada pureza, el modo en que Dixon adelgaza el lenguaje hasta que sólo queda una fina y cortante línea de significantes que emerge en el texto en carne viva, sin contaminación estética. Pero cuidado, Dixon no es un minimalista. O, por decirlo de otro modo, Dixon no es un Carver (otro Carver entre los centenares, miles de escritores que quieren escribir como Carver). Y no lo es porque entiende, de un modo profundo e intuitivo, lo que los imitadores de Carver ni tan siquiera sospechan: que el verdadero realismo no se reduce a la tranche de vie y que no es necesario que los acontecimientos narrados sean verosímiles, sino que lo parezcan. El realismo, en su espectro más amplio, consiste en hacer pasar la mentira por verdad y la verdad por mentira. No cualquier puede hacerlo. Dixon sí.
En el cuento La firma –publicado originalmente en el libro 14 Stories, que la editorial Eterna Cadencia va a sacar próximamente como parte de la colección de cuentos titulada Calles y otros relatos– un hombre que acaba de perder a su mujer en un hospital se niega a firmar los papeles de la defunción y se fuga, por lo que se genera una situación absurda entre él y un agente de seguridad del centro hospitalario, cuya función es obligarlo a regresar para que se encargue de todo el papeleo. Una historia que recuerda un poco a El capote de Gogol y otro poco a Kafka, y también a Beckett y a Pinter, y por supuesto a Chéjov. Todos ellos llevan el realismo hasta el extremo, igual que Dixon. No copian una realidad, se vuelven ella.
—Suele escribir historias tristes, donde predominan la angustia, la crueldad, las pequeñas deshonestidades cotidianas.
—Escribo todo tipo de historias, aunque sin adornarlas. Por ejemplo, en mi novela Old Friends, dos hombres que son amigos desde hace muchos años hablan todo el tiempo de las cosas que les preocupan: hacerse viejos, la escritura, la muerte. Esta es toda la novela: un solo capítulo de 220 páginas donde dos tipos charlan. Es verdad que hablo de la muerte como quien habla de qué va a comer para desayunar, pero esto es porque me gusta escribir las cosas tal como son. Por ejemplo, yo suelo incluir en los diálogos entre mis personajes todas las vacilaciones y digresiones que una trama realista al uso suele excluir.
—También suele incluir mucho de su vida personal.
—Escribo sobre las cosas más arraigadas en mí: el miedo, los recuerdos tristes de pérdida. Para mí la ficción gira alrededor de la memoria. En Frog y en mi otra novela Phone Rings hay muchas referencias a la muerte de mi hermano Jimmy, por ejemplo. En Interstate trato uno de los miedos más profundos del ser humano: la muerte de un hijo, algo que me obsesionó y me obsesiona.
—Y sin embargo suele mantener el sentido del humor.
—El humor es muy importante en mi obra. La tragedia y el humor pueden ir tranquilamente de la mano. Creo que soy un escritor divertido.
Dixon profesor. “Soy prolífico porque me encanta escribir y no me pongo excusas. Hay que escribir por placer, por amor. También hay que escribir con honestidad. Hay una especie de máxima por ahí que dice: escribe sobre lo que conoces. Yo no estoy de acuerdo. Escribe sobre lo que no conoces y ya te enterarás de todos los detalles por el camino”. El escritor de escritores dice que nunca tuvo un mentor, un maestro, descontando, claro está, a su lista de autores de referencia que lo influyeron notablemente en su trabajo (Conrad, Flannery O’Connor, Dostoievski, Faulkner, Chéjov, Kafka, Thomas Bernhard) y a su hermano Jimmy, que le dio un excelente consejo de escritura: “Lo más importante es aprender a terminar las historias”.
­—¿Y qué consejo solía darles usted a sus estudiantes?
—Que escribieran con honestidad y claridad, sin embellecer la prosa ni sobreescribir.
—Así es como escribe usted.
—Intento que mi prosa sea clara, y para lograr eso evito las metáforas, las florituras, el lenguaje figurado y la sofisticación. Mi escritura es pura acción. Me interesa que todo cuanto describo sea plenamente reconocible para el lector. Pero por encima de todo quiero que el lector pueda entrar en la cabeza del narrador.
—¿Y qué sucedía cuando no le gustaba algo que escribía un alumno?
—Jamás traté de romper los malos hábitos de escritura. Si un alumno se empeñaba en escribir de cierto modo, yo se lo permitía. Y si continuaba escribiendo así, pues perdía un lector: a mí.
Los MFA (Master of Fine Arts) en escritura creativa están plenamente instalados en la tradición estadounidense, y el paso por ellos resulta casi ineludible en la carrera de cualquier aspirante a escritor. Sin embargo, Dixon no es un defensor demasiado fervoroso de estos programas. “Cuando yo empecé a dar clases sólo había tres universidades que impartían masters de escritura creativa: Hopkins, Iowa y Stanford. Ahora hay unos 350 departamentos especializados en todo el país. Sin embargo yo soy de la opinión de que no se puede aprender a escribir únicamente en la universidad. Esta es una forma muy plana de concebir la escritura. A mis estudiantes solía decirles que salieran y que vivieran la vida”.
—Que vivieran la vida y que leyeran mucho.
—Por supuesto. Muchos de mis alumnos no leían casi nada. A veces en clase preguntaba quién había leído a Tolstoi y nadie levantaba la mano, o si mencionaba a Joyce, a lo sumo habían leído un cuento de Dublineses. No podía sostener conversaciones literarias con ellos. Eran escritores ávidos de éxito, de reconocimiento, pero no de lecturas.
Escritor a tiempo completo. Desde que se retiró, en 2007, Dixon se dedica de lleno a la escritura y procura terminar al menos una página por día. Se levanta temprano, escribe unas tres horas y luego se dedica a vivir su vida. “Soy consciente de que una página por día suena a poco, pero hay que tener en cuenta que suelo reescribir una misma página unas treinta o cuarenta veces hasta que siento que está lista. También puedo pasarme horas con una sola frase. Cambio muchas cosas durante el proceso de la escritura y no doy por terminado nada que no me satisfaga plenamente”. Dixon es un espécimen único como escritor: singularmente dotado, completamente original, sin concesiones en su visión, y venerado entre la gente para quien la literatura sigue siendo importante.
—Publicó su primer libro a los 40. ¿Tiene esto algo que ver con su autoexigencia?
—Soy muy autoexigente, es cierto. Pero no publicar hasta después de los 40 tuvo un efecto positivo: permitió que tuviera mucho tiempo de ensayo y error y que me diera la licencia para escribir como yo quería, sin pensar en un público.
—¿Y los premios? Dos de sus novelas fueron nominadas al National Book Awards. ¿Pensó alguna vez que un premio podía cambiar su vida?
—La verdad es que me hubiera encantado que me dieran un premio, claro, porque esto hubiera supuesto, entre otras cosas, menos horas de clase por el mismo salario. Pero al mismo tiempo estoy contento de que no haya sucedido. Los premios te apartan de la escritura. Yo intento concentrarme en lo mío y de olvidar las adulaciones.

NOTA AQUÍ

NOVEDAD "Calles y otros relatos", de Stephen Dixon (Eterna Cadencia)



• Por primera vez en español, Eterna Cadencia Editora presenta a Stephen Dixon, uno de los tesoros escondidos de la literatura norteamericana actual.
• Con un estilo que lo emparenta tanto con Thomas Pynchon, como con Georges Perec o Italo Calvino, y un humor irónico y filoso en la línea de Jerry Seinfeld o Woody Allen, Dixon construye una prosa de única para explorar, en fin, la vida emocional de los hombres en tiempos terribles.
• En parte comedias, en parte tragedias, las historias de Stephen Dixon retratan el costado menos convencional y más inquietante de la naturaleza humana. Una escena cotidiana y casual, como un hombre en
la parada del colectivo observando a una pareja en la vereda de enfrente, o algún hecho violento y traumático que pone al lector en estado de alerta desde un inicio, como un paciente al que deben amputarle una pierna o un grupo de personas agolpadas mirando hacia arriba al niño que está parado sobre una silla al borde de las barandas de un balcón, se van desovillando a lo largo de la narración hasta un absurdo casi kafkiano, develando personajes que son capaces tanto de los actos más insensibles y brutales como de los gestos más tiernos y conmovedores, en un mundo siempre reconocible y a menudo familiar.

192 págs.

ISBN 978-987-712-023-3

14 x 22 cm.