martes, 26 de noviembre de 2013

"Genios destrozados. Vidas de artistas" de Daniel Guebel (Eterna Cadencia).


• Daniel Guebel nos atrapa con su impecable juego de piezas de relojería en el que un momento en la vida de estos "genios", a veces como epifanía y otras como catástrofe, determina su vínculo con la creación y lo creado y su pase o no a la inmortalidad.
• Estos treinta y tres relatos plantean cómo se relacionan las vidas de los artistas, los hechos de su privacidad, sus afectos, sus pérdidas, sus frustraciones, sus condiciones de existencia, con la instancia de creación.
• Un artista siempre vive múltiples existencias: entre la esfera de lo privado y la de la creación, las peripecias que rodean el acto creativo, muchas veces determinan el destino de una obra de arte, su trascendencia, su inscripción en la historia del arte y de la humanidad.

144 págs.
ISBN 978-987-712-011-0
14 x 22 cm.

Picasso, Braque, Rembrandt, Hals, Duchamp, Whistler, Gruskin, Greco, Giacometti, Rothko, Petrov, Manfronio, Furusake, Ferri, Fontana, Varela, son algunos de los nombres que, afantasmados o reales, aparecen en las treinta y tres historias de Genios destrozados.

Nuevo desprendimiento de su mítica novela inédita El absoluto, estos cuentos de Daniel Guebel se proponen como una fragmentaria historia universal del arte, una colección de biografías trágicas y cómicas que revelan, con imperturbable estilo sereno, los modos en que los creadores van siendo devorados por sus obras.

Un libro donde se lucen una vez más las dotes de narrador de Guebel junto a una audaz combinación de preciosismo, lucidez e ingenio.

Biografía
Daniel Guebel nació en Buenos Aires en 1956. Escritor, guionista de cine y dramaturgo, periodista y editor, ha publicado las novelas La perla del emperador (por la que obtuvo el Premio Emecé y el Segundo Premio Municipal de Literatura), Matilde, El terrorista, Nina, El perseguido, Los Elementales,
Carrera y Fracassi, La vida por Perón, El día feliz de Charlie Feiling (en coautoría con Sergio Bizzio), Derrumbe, Mis escritores muertos, Ella, El caso Voynich (Eterna Cadencia, 2010), entre otras. En teatro, publicó Dos obras ordinarias (en coautoría con Sergio Bizzio), Tres obras para desesperar y Adiós Mein Führer. Asimismo, es autor de dos volúmenes de relatos: El ser querido y Los padres de Sherezade (Eterna Cadencia, 2009). Actualmente, se desempeña como editor freelance de libros de investigación periodística y como coordinador de talleres literarios.Uno de los escritores centrales en el campo literario argentino.

Nota de Silvina Friera sobre "El abrigo de Proust", de Lorenza Foschini (Editorial Impedimenta)





DOMINGO, 24 DE NOVIEMBRE DE 2013 LITERATURA › EL LIBRO EL ABRIGO DE PROUST, DE LORENZA FOSCHINI PUBLICADO POR IMPEDIMENTA, VA EN BUSCA DE JACQUES GUERIN

Una pesquisa literaria con el fin de recuperar el tiempo perdido
La narradora y periodista italiana rastrea el itinerario del bibliófilo que consagró su vida a coleccionar originales, anécdotas y objetos del autor francés. A través de este recorrido se encuentra con la historia de incomprensión familiar que acompañó a Marcel Proust.
Por Silvina Friera

Un pedacito de papel minúsculo, ocho palabras escritas con mano trémula: “¿Por qué se escucha el timbre desde aquí?”. Una cama de latón, cubierta de polvo. Un sobretodo de piel de nutria carcomido, inservible. Un escritorio y una biblioteca acaso de gusto dudoso. Hay pertenencias que pueden desatar una devoción inaudita: el culto del fetichista que percibe en esa constelación íntima –descartable y residual para otros– que los objetos vibran con una vida interior y misteriosa, como si flotaran en un espacio fuera del tiempo. Como señala el escritor y traductor Hugo Beccacece en el postfacio de una pesquisa literaria-arqueológica formidable como es El abrigo de Proust de la narradora y periodista italiana Lorenza Foschini (publicado por la editorial Impedimenta), Jacques Guérin, el bibliófilo que consagró su larga existencia a coleccionar los originales, las anécdotas y los preciados objetos de uno de los escritores que más amaba, creó “la ilusión casi perfecta de que la vida de Proust continuaba”. Ese obstinado “salvador” logró evitar la destrucción de los cuadernos de En busca del tiempo perdido, cartas, borradores y varias fotografías del novelista francés que estuvieron a punto de ser quemados por su temerosa cuñada. Y hasta pudo reconstruir la habitación en la que escribió aquella obra monumental, que hoy se exhibe en el Museo Carnavalet.
Foschini entrevistó a Piero Tosi, diseñador de vestuario que trabajó codo a codo durante años con el célebre cineasta Luchino Visconti. La escritora y periodista, que ha traducido diversos inéditos de Proust junto con Daria Galateria, publicados con el título Ritorno a Guermantes, no pudo resistir la tentación de preguntarle por un proyecto que no se pudo concretar: Visconti le había encomendado a Tosi, a comienzos de la década del ’70, que viajara a París para preparar el rodaje de una adaptación de En busca del tiempo perdido. Mientras buscaba locaciones, se ponía en contacto con una sobrina del escritor y con varios aristócratas que habían conocido a los modelos que inspiraron a ciertos personajes de la Recherche, alguien le mencionó el nombre de un coleccionista de manuscritos de Proust, propietario de la fábrica de perfumes D’Orsay. Tosi lo fue a visitar y escuchó la “extraordinaria historia” de cómo una enfermedad que había sufrido, un súbito ataque de apendicitis, permitió que se cruzara en su camino el prestigioso cirujano Robert Proust, hermano del escritor, en 1929. El paciente, ya recuperado, visitaría la casa del médico para contemplar algunos de los cuadernos de su novelista preferido. El fervor por los objetos del genial narrador francés crecería hasta convertirse en una monumental obsesión.

La verdadera pasión de Jacques Guérin (1902-2000) era los libros bellos, los originales preciosos, las cartas manuscritas. Tenía apenas 18 años cuando hizo su primera compra, una rara edición original de L’hérésiarque, de Guillaume Apollinaire. Un día de 1935, curioseando en una librería de anticuario en la que no había reparado antes, el librero, que se llamaba Lefebvre, le comentó que acababa de comprar unos brouillons, una pruebas corregidas a mano, y unas cartas de Proust, escritas de su puño y letra. El hombre que se los había vendido le ofreció también la biblioteca y el escritorio de Proust, pero el anticuario sólo se ocupaba de libros y papeles. Pronto regresaría en busca de su cheque y Guérin, detective agazapado, lo esperaría. Mientras tanto volvería a rememorar aquella primera visita a la casa de Robert, cuando el médico, consciente de la admiración que su paciente sentía por la obra de su hermano, le indicó una pila de cuadernos, amontonados en aparente desorden: nada menos que la obra completa que Proust escribió a lo largo de interminables noches insomnes. Guérin le preguntó si no tenía la primera edición de Por el camino de Swann, editada por Grasset y pagada por el autor porque ningún editor quería publicársela. “No tengo eso que usted me pide”, le contestó levemente fastidiado.

La persistencia con la que buscó cuanta reliquia pudiera ser salvada del fuego y la furia de Marthe Dubois-Amiot, la viuda de Robert, le permitió al coleccionista hallar auténticas joyas, desde diversas cartas dirigidas a Jean Cocteau, versos escritos para uno de sus amores, Reynaldo Hahn, otra carta que había mandado a su abuelo en la que se quejaba amargamente de su fracaso en un burdel, adonde había sido enviado por su padre “para que se le quitaran esas tonterías”, diversas fotografías de él y su hermano cuando eran niños, hasta la anhelada y negada (por Robert) primera edición de Por el camino de Swann, desencuadernada y destrozada. Aunque el ejemplar daba pena, estaba intacta la dedicatoria, escrita con la letra angulosa e irregular de Marcel: “A mi hermanito, en memoria del tiempo perdido, recuperado por un instante cada vez que estamos juntos”.

Foschini reconstruye la pesquisa como si hubiera podido hablar con cada uno de los protagonistas, cuando la principal fuente del libro es el escritor Carlo Jansiti, proustiano como la autora. El coleccionista empecinado consiguió diversos objetos de Proust, entre ellos su cama de latón con su colcha de satén azul en la que había dormido desde los dieciséis años, en la que había escrito la mayor parte de su obra y en la que murió el 18 de noviembre de 1922. También rescató unos candelabros, un retrato al óleo del padre de Proust, un bastón de paseo y el abrigo forrado con piel de nutria que llevó muchos años y que ya estaba más que ajado cuando lo tuvo en sus manos.

Guérin, reputado bibliófilo, pronto devino mecenas. Ayudó a Jean Genet y hasta le dedicó un perfume, Divine, inspirado en la figura y el nombre del travesti de Nuestra Señora de las Flores. Genet retribuyó ese espaldarazo dedicándole su novela Querelle de Brest: “No puedo expresarle mejor mi gratitud que con la alegría que me produce conocer a un lector para el que el fetichismo constituye una religión”. “Son muy diversas las ‘religiones’ del lector y la del coleccionista –subraya Foschini a Página/12–. El lector, como me sucedió a mí leyendo a Proust por primera vez, queda fascinado, captado, transformado por una lectura que puede marcar definitivamente su vida. Paradójicamente, el coleccionista no se preocupa demasiado por lo que está escrito en un libro, sino por el objeto en sí: la encuadernación, la primera edición, las poquísimas copias que hay en circulación, la historia de a quiénes han pertenecido, etcétera. Me inclino a pensar que detrás de cada coleccionista está oculta, como en el caso de Guérin, una historia de abandono y soledad durante la infancia. Y es como si obteniendo y poseyendo esos libros raros, el coleccionista consiguiera también un poco de amor.”

El “personaje” más inquietante y antipático de El abrigo de Proust probablemente sea la cuñada del escritor, que nunca leyó una página de la Recherche y que proclamaba que en sus libros escribía “sólo mentiras”. “Marthe, la cuñada de Proust, representa las características más mezquinas” y restringidas de la mentalidad pequeño-burguesa, como el terror por todo lo que le parece inconveniente, el horror por lo diverso –plantea Foschini–. Siente gran desconfianza por una cultura que abra la mente y proponga nuevos escenarios a los totalmente conocidos. La sola idea de hojear un libro del cuñado debía darle miedo por todo lo escabroso que podría haber escrito, y el miedo es un sentimiento que supera incluso la curiosidad. El punto central de esta desconfianza es la homosexualidad. La homosexualidad de Proust se cierne sobre esta historia familiar como una amenaza a su estatus y a su respetabilidad. Incluso ahora sufro al pensar en lo solo que se sintió este genio al interior de su familia. Los padres de Marcel, tan cultos y dedicados con su hijo, en realidad nunca lo han comprendido y lo han hecho sentir, involuntariamente, un fracasado. Su hermano Robert, por el contrario, representaba la realización de todo lo que un padre puede desear. Ejerció su misma profesión de médico, era un bon vivant que amaba a las mujeres, un buen deportista. Un ‘hombre verdadero’, a su entender.”

Foschini (Nápoles, 1950) es autora de Misteri di fine milenio, por el que obtuvo el premio Scanno. Tenía 18 años cuando descubrió al escritor francés. “Me estaba hospedando en la casa de unos amigos en Nápoles, mi ciudad natal, a la que dejé por seguir a mi familia a Roma. Una noche no me podía dormir y entre los varios libros que había en la habitación de huéspedes encontré una edición de bolsillo con el título Un amor de Swann. Era la segunda parte del primer volumen de la Recherche, Por el camino de Swann. Pasé toda la noche leyéndolo –recuerda–. Es, para mí, la más bella historia de amor jamás escrita, porque allí está todo: los celos, la ternura, la pasión, la incomprensión, el dolor y también, y esto es profundamente proustiano, la idea de que el fin de un amor llega cuando podemos finalmente estar con la persona amada. Para Proust el amor es ‘enamoramiento’, un sentimiento que precede y sustituye al amor y que termina cuando el objeto de nuestro amor no tiene más secretos para nosotros. En ese momento, el encanto del misterio se agota y se rompe el hechizo. Desde entonces, jamás dejé de leer a Proust.”

Ocho años antes de su muerte, uno de los bibliófilos más importantes de Francia, que poseía una de las bibliotecas mejor surtidas de su tiempo, empezó a vender su colección. El 20 de mayo de 1992, en el salón La Paix del hotel George V de París, se subastaron diversos manuscritos y ediciones originales de autores como Baudelaire, Apollinaire, Picasso, Genet, Rimbaud y Proust, entre otros. Se vendieron por cifras exorbitantes cartas, borradores y fotografías que Guérin había rescatado de la probable hoguera y furia de Marthe, la viuda de Robert. “Ese hombre, tan apegado a los propias ‘conquistas’, a los papeles salvados con tanta tenacidad (...) tuvo escondidos durante más de medio siglo sus tesoros, que sólo entonces salieron a la luz”, revela Foschini hacia el final del libro.

“A Guérin no le gustaba ser considerado un coleccionista; prefería definirse como un ‘salvador’ –aclara Foschini–. No tuve la posibilidad de conocerlo, pero creo que la posesión secreta de los tesoros ocultos es una característica de los verdaderos coleccionistas. En una rara entrevista Guérin se comparó con las siete esposas de Barba Azul, a las que mantenía encerradas en el sótano, escondidas. El verdadero amor no se comparte con nadie”, afirma Foschini. Nada se sabe de quiénes custodian hoy los dibujos y los manuscritos proustianos, pagados a precio de oro.

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Nota en Radar Libros sobre "Los habitantes del bosque", de Thomas Hardy (Editorial Impedimenta).



LOS ÁRBOLES MUEREN DE PIE
Considerado uno de los mejores escritores ingleses de la segunda mitad del siglo XIX, la actualidad de Thomas Hardy está sin embargo lejos del clasicismo. Si su osada novela Tess había conmovido al público de los ’70 con la versión cinematográfica de Roman Polanski, en los últimos tiempos apareció como la inspiradora del fenómeno global de Cincuenta sombras de Grey. Escritor enfrentado a la moral victoriana y a toda forma de represión, la publicación por primera vez en castellano de Los habitantes del bosque permite apreciarlo en su faceta más madura, prefigurando varios aspectos del freudismo, sobre todo en cuanto a la capacidad de penetración en la conciencia femenina.
Por Laura Galarza


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viernes, 22 de noviembre de 2013

Nota sobre "Los estratos", de Juan Cárdenas (Periférica).

 

NOVELA
Juan Cárdenas y una Latinoamérica que escapa a los estereotipos

El colombiano Juan Cárdenas presentó su novela "Los estratos", donde desarrolla "un relato de sanación", asegura, que se contrapone a la literatura estereotipada y repetida que aborda a América Latina desde lo apocalíptico o la celebración banal de su exotismo.

Un hombre busca desesperadamente a su niñera, obsesionado por reconstruir un recuerdo de infancia mientras su matrimonio se desmorona en una peripecia que incluye a su ex psiquiatra y un peculiar detective, que a Cárdenas le sirven para reflexionar sobre la forma en que se construyen los relatos -personales, históricos, políticos, sociales- y el vínculo entre la experiencia íntima y lo colectivo.

Cárdenas deconstruye convenciones y reconstruye Latinoamérica mediante la palabra, sin intelectualizaciones, a través de un relato coral y variaciones en el lenguaje de los personajes que ponen de manifiesto las formas previsibles de entender toda una cultura, desde adentro y fuera del continente, para luego "sanar".

"Ella no, ella hablaba y hablaba con un lenguaje que traía de otro barrio, me echaba todo su subdesarrollo en la cara y decía papi, apretame fuerte, papito, quebrame, papi, que esto es para que vos lo rompas", se lee en uno de los pasajes del libro publicado por Periférica.

A la hora de referirse a la novela que lo trajo a Buenos Aires, "sí -dice Cárdenas- el relato del relato, espera"; con 35 años es uno de los autores jóvenes latinoamericanos con mayor proyección del momento y cuenta en su haber con el libro de cuentos "Carreras delictivas" y la novela "Zumbido".

"La literatura moderna está llena de libros que cuentan cómo a un tipo se le va la vida al demonio, se destruye la vida de un ser humano, esa cosa sobre la construcción de la subjetividad y al mismo tiempo su destrucción; quise hacer lo contrario, contar el relato de cómo un tipo se sana", explica en diálogo con Télam.

El nombre de esta obra, "Los estratos", corresponde a la estructura social por capas oficializada en Colombia, algo que "comienza en los 90 al calor del auge del neoliberalismo en América Latina, con una buena intención estatal en un intento de redistribución que se convirtió en todo lo contrario", explica Cárdenas en diálogo con Télam.

"El Estado organizó a la gente en estratos que se solidificaron y se convirtieron en un marcador absoluto de castas, de hecho -advierte-, el origen mismo de la violencia en Colombia está en la desigualdad social y el sistema de castas; es el gran fenómeno más allá de los factores -históricos, sociales, culturales, coloniales- que influyen para explicar esa desigualdad".

Luego, continúa, "quería narrar la experiencia de un tipo de clase alta, privilegiada, a quien comienza a deshilachársele su realidad cuando nota que está construida de apariencias" y para reconfigurarse "emprende un viaje interior que se convierte a su vez en un viaje social", que lo lleva desde la ciudad a la selva.

El libro arranca con un ejercicio de memoria, con ese hombre que no tiene nombre -nada tiene nombre en la novela, ni las calles, ni las ciudades, ni las personas- que a partir de un recuerdo empieza a hilar su propia biografía y "nota cómo él mismo en su biografía y hasta en su propio cuerpo está completamente atravesado por esa estratificación", señala el autor.

El protagonista "logra hacer una especie de corte transversal y crear un mecanismo de fuga en esa estructura, que al mismo tiempo es una renuncia al aparato de deseo en el que está montado todo el entramado social que interpela a muchos sitios latinoamericanos donde se replica".

Y su fuga "no es simplemente un escape -advierte-, siempre hay una negociación con aquello de lo que el narrador se fuga, que es esa construcción social y del deseo del turbo capitalismo cínico, un clásico latinoamericano".

Se trata, a su entender, de "esa cosa como arribista, eso de meter al niño en el colegio privado y no en el público porque quieres parecer, trata de qué terminás deseando cuando te han construido todo un aparato sensorial para que desees eso; me interesaba primero mostrarlo y luego encontrar un mecanismo, más que de salvación, de disección", se corrige.

En este trabajo "hay sobre todo mucha literatura argentina -asevera Cárdenas-, mucho diálogo directo especialmente con Antonio Di Benedetto, cuyo tratamiento del lenguaje aparentemente frío, limpio y manso oculta trucos semánticos muy sutiles de rupturas y  desviaciones y establece una dialéctica entre un aspecto sobrio y un fondo barroco".

Así es que el cuerpo del texto va siendo intervenido constantemente por voces que Cárdenas intercala como ruido de fondo, "es como abrir la ventana y escuchar la voces que entran, sintonizar varias radios juntas", concluye sobre esta historia que trata de eso, escuchar otros relatos válidos sobre una misma realidad.

NOTA COMPLETA

jueves, 21 de noviembre de 2013

Reseña por Laura Cardona sobre "Una muchacha tan bella" de Julián López (Eterna Cadencia)

Cifra materna

Una muchacha muy bella, de Julián López, es una memoria personal que gira poéticamente alrededor de la ausencia

En un aspecto, la infancia no deja de ser una representación de los adultos. Parte ineludible de cualquier proyecto autobiográfico, también es tema de relatos con niños como protagonistas. Reales o ficcionales, los recuerdos de la infancia suelen participar de un plan de rescate, de búsqueda personal; tienden a justificar, a veces, la vida futura; intentan comprender el pasado para abrir el futuro. Justamente éste es el deseo que guía al narrador de Una muchacha muy bella , la preciosa ópera prima de Julián López: darse una historia que otorgue un sentido sincero a su existencia, por primera vez. Hijo de una desaparecida, se propone una memoria personal y se consagra con fruición a delinear el retrato de su madre, a recuperarla a través de un discurso que se instala, desde un principio, en la ausencia.

Una muchacha muy bella no es un texto autobiográfico, aunque su autor haya perdido a su madre a los diez años, porque no fue desaparecida. Sin embargo, la experiencia de la orfandad sí le pertenece y se vuelve materia de un relato conmovedor, narrado por una voz potente, celebratoria, enamorada, a veces indignada, a veces dolida, que comparte con la poesía las ansias de la oralidad. La voz de un adulto que narra el recuerdo de un tramo de su infancia durante los años setenta -sobre todo 1975 y 1976-, los últimos vividos con su madre. La novela está dividida en dos tiempos (pasado y presente), y en la primera parte el narrador construye amorosamente ese vínculo editando fotogramas sueltos para "tener una película magnífica" y perpetuar los ritos y la vida cotidiana de madre e hijo. Una vida en una soledad de a dos, sin padre, con un tío materno por toda referencia familiar y política, y con Elvira, una vecina solterona, amable y anticuada que ha sido cancionista de tango, siempre disponible para prestarles el teléfono, ayudarlos y mimar al niño que es "el amor de su vida". López recrea con detalle la época y su atmósfera a través de las marcas de golosinas, lugares, series de televisión, ciertos hábitos. La reiteración casi mántrica de algunas frases -"Mi madre era una muchacha muy bella", "mi madre me amaba"-, además de reafirmar el vínculo amoroso, instala la gran pregunta: ¿quién era esa muchacha bella? Una madre que le envía a su hijo postales de ciudades extranjeras desde el buzón de la esquina de su casa y luego le hace un pormenorizado relato de aquellos lugares, mientras toman el té y comen budín inglés. Que cada tanto se encierra para llorar o maldecir en el cuarto de servicio del departamento donde viven. Que ama a su hijo y también le hace saber que a veces es un pequeño estorbo. Una madre única, que no estaba allí sólo para él. Pero de eso otro, de lo que ella hacía cuando no estaba con él, nada se cuenta. Apenas se deja entrever, se cifra la información, se conocen los efectos de las acciones. El relato se construye con imágenes intensas que dicen el presente y prefiguran el futuro. La prefiguración lleva en sí la fuerza de la fatalidad y tiene invariablemente la muerte y la derrota del proyecto revolucionario como segundo término. Las metáforas son cada vez más abismadas, porque hablan de la violencia del final. Así, una escalera al mar por la que bajan curiosos madre e hijo se interrumpe de pronto, termina en el vacío: "Baja al precipicio, sin protección, sin señales que advirtieran el peligro". La violencia de la época, la militancia de la madre, la operación en la que no se anima a participar, todo está cifrado, velado. Es el contrapunto desde el cual pensar a la muchacha que queda fuera del relato heroico de los años setenta, devorada "por un conflicto que solo pude comprender muchos años más tarde": una joven tironeada entre el amor a su hijo y a la vida y su deber como militante. Poeta antes que narrador, López revela un denodado amor por las palabras y su Muchacha... es una conmovedora ofrenda. Tras leer la última oración, cuando se cierra el libro, la imagen cesa, pero la visión permanece durante un largo, larguísimo tiempo.

Una muchacha muy bella Julián López Eterna Cadencia 160 páginas.



"Hacerse el muerto", de Andrés Neuman (Páginas de espuma) en Suplemento Cultura de Tiempo Argentino y en Lanata sin filtro




lunes, 18 de noviembre de 2013

Nota a Alexander Theroux, autor de "Los colores primarios", editado en Argentina por La Bestia Equilátera.

El color de lo dicho

Elogiado por John Updike y Norman Mailer, dueño de una obra originalísima en la que se funden el diario, el ensayo y la narrativa, PERFIL dialogó con el poeta y novelista estadounidense Alexander Theroux, quien publica su primer libro en castellano en la Argentina de mano de La Bestia Equilátera.

Por Matias Serra Bradford | 16/11/2013 | 20:28
Sinestesia. Este libro extraño es una exploración literaria sobre el inmenso privilegio de la vista: el color. | Foto: Sarah Son 
 

Se da a conocer a uno de los novelistas más singulares de las últimas décadas en lengua inglesa por medio de un libro de ensayos. No debería resultar extraño ni absurdo. Alexander Theroux es un narrador y un ensayista igualmente notable, impredecible, y en el medio de una de sus ficciones es capaz de intercalar un estudio entero sobre el vicio, la misoginia o el sentido del oído. Lo absurdo y extraño es que su obra –admirada por Anthony Burgess, Robertson Davies y John Updike– tarde tanto en hacer en el mundo exterior lo que ya hizo puertas adentro: tender tentáculos en todas las direcciones. Cada libro de Theroux es distinto del anterior, y cada uno desplaza los límites de la novela, del ensayo o de la crónica de viajes. No obstante, como su héroe Thoreau, el autor de Los colores primarios no desdeña el repliegue. De joven pasó varias temporadas en un monasterio trapense.
De lo religioso no se ha alejado nunca. En un recorrido tan enciclopédico como afable por los colores más puros, Theroux le recuerda al lector que el rojo es castidad y martirio, expiación. El rojo es salsa de tabasco, un viejo colectivo inglés, el dragón apocalíptico, el amor, los cardenales de la Iglesia. El amarillo significa el nimbo de los santos, la llama de una vela, la cobardía, la miel, la orina. El azul, apunta Theroux, es el color más raro de la naturaleza, el único que puede estar tan cerca de la luz como de la oscuridad. Sobre el azul que aplica Raoul Dufy en algunos de sus cuadros, comenta: “Para tomar prestada una frase de la teología medieval, no es un color sino un misterio”. La cascada de referencias y la mera cantidad de nombres aludidos no impide que Los colores primarios adquiera una velocidad, una ligereza y una gracia excepcionales.
Theroux también les dedicó un volumen demencialmente exhaustivo a los colores secundarios. Allí dice del naranja que tiene “un encanto imposible de analizar, que con frecuencia se les niega a otros colores”. Del púrpura sostiene que es un color “severo, a veces histriónicamente piadoso”. Y añade: “Como monaguillo, recuerdo estar viendo una plétora de lenguas púrpuras”. El verde, en cambio, es según él “un mensajero que se anuncia a sí mismo”.
Estos ensayos fueron investigados, montados y publicados antes de la existencia de los actuales –perversamente serviciales– buscadores de internet. Sólo pudieron hacerlos posibles una curiosidad y una tenacidad como las de Theroux, similares a las de Darconville y Eugene Eyestones, protagonistas de sus novelas Darconville’s Cat y Laura Warholic, or The Sexual Intellectual. Pero no se leen como despliegues de erudición espuria sino como frutos de una manía irrefrenable y contagiosa. Para el personaje principal de Laura Warholic, “el conocimiento es en buena parte una esperanza, una forma de plegaria… Adquirir e impartir información era para él un aspecto de la contemplación”.
Los colores primarios está escrito con el espíritu y la devoción de quien se ha pasado la vida garabateando en cuadernos. Ha habido otras maneras en que los colores insistieron en permanecer cerca de Theroux. Su esposa es la pintora Sarah Son. El protagonista de su novela An Adultery es un pintor. Ha escrito sobre el incomparable ilustrador Edward Gorey y sobre el dibujante Al Capp. Al final de una estadía en Estonia que terminaría hallando forma de libro, Alexander Theroux admite algo que transmite la volatilidad y la particularidad de un color entrevisto: “Confieso que siempre adoraré aquello que no va a dejarse ver una segunda vez”.
—Sus libros están solapada y abiertamente conectados. Uno se anticipa o anuncia a otro, o retoma una vieja obsesión. Por poner algunos casos: en su primera novela, “Three Wogs”, se discute de colores y en una escena aparece un estonio. El pintor y profesor de “An Adultery” les pregunta a sus alumnos: “¿cuáles son los colores que ven cuando entrecierran los ojos?”, y siete años después usted respondió a esa pregunta y a muchas otras en “Los colores primarios”.
—Sí, las obsesiones han estado siempre unidas a mis rezos nocturnos, y me temo que sin duda los han complicado. Pero no es que yo haya podido elegirlas. A veces irrumpen con una especie de persistencia que me convence de que estoy siendo presionado. Los temas recurrentes siempre han vivido en mi cabeza. Si miro para atrás, tiendo a sospechar que estaba listo para hablar de esas mismas cosas, de algún modo u otro, en cuarto, quinto o sexto grado.
—Un elemento que conecta toda su obra es su arborescencia léxica, la opulencia de su lenguaje, digámoslo así, tan presente en su ficción como en sus ensayos.
—Y estoy seguro de que en mi poesía también. Estoy definitivamente del lado de las plantas ornamentales. Un sauce tirabuzón, un árbol de Judas, una glicina china, azul, de follaje impetuoso. No puedo negar que adoro el lenguaje, la magia que ofrece. Las palabras mismas, como los postes y las vigas de un granero, permiten una estructura, y me sorprende que tantos escritores no aprovechen los materiales a mano.
—En cierto modo, uno podría leer “Los colores primarios” y “Los colores secundarios” como una historia cubista de la literatura, vista desde un ángulo original, más anárquico, más democrático, con referencias a novelas y poemas conocidos o desconocidos, a las historietas y al rock…
—Honestamente, empecé esos libros con inocencia y con cierto sentido de reverencia, como un ejemplo de la grandeza de Dios, fascinado como estaba por la abundancia, la multiplicidad de los colores, y por dónde y cuándo y de qué manera asombrosa aparecen en el mundo. Son libros de alabanza, si uno los ve de cerca –la gloria iridiscente del rojo, el verde, el azul, el amarillo–, aunque haya escrito también acerca de las connotaciones negativas de los colores, de los innumerables significados que les hemos atribuido.
—Usted dice que el amarillo tiene mil significados, pero de acuerdo con sus exploraciones lo cierto es que todos los colores primarios y secundarios parecen tenerlos, ¿no?
—Es verdad. Pienso algo nuevo acerca de los colores casi todos los días y me sorprendo escribiendo más oraciones acerca de ellos en mi cabeza. Dicen, por ejemplo, que los bebés lloran más en habitaciones pintadas de amarillo.
—Es interesante que no haya recurrido tanto a ejemplos de colores tal como han sido utilizados en el arte; la mayoría de los ejemplos provienen de la literatura, es decir de aquellos colores que han debido ser imaginados…
—Tengo un manuscrito terminado acerca del color negro y otro acerca del blanco, y allí les presto la debida atención a la pintura y al arte. ¿Son colores el blanco y el negro? Muchos críticos insisten en que no. Pero ninguna editorial se ha interesado por estos libros, tal vez son demasiado enciclopédicos, demasiado similares a la Anatomía de la melancolía de Burton. No es ésta una gran época para lectores cultos. El estilo elevado desanima a muchos editores y agentes pusilánimes de la actualidad. Esta es la era del texteo y del tuiteo, ¿no es cierto?
—“Púrpura se dice lilla en el idioma estonio”, escribió en “Los colores secundarios”. Quince años más tarde viajó a Estonia y escribió una crónica en la que intentó captar la elusiva peculiaridad de un lugar, como en otras instancias intentó hacerlo con un color extraño o un personaje irrepetible…
—Quise escribir un libro perspicaz sobre Estonia porque es un lugar fascinante, aunque no sea un país “divertido”. Está lleno de ironías, anomalías e incongruencias. Quise escribir un libro que fuera entretenido y a la vez informativo, dos cosas que no se excluyen mutuamente. Buena parte del libro es satírica, con un humor afable pero mordaz. No es un ataque a un país, tampoco es un tratado para zoquetes que se toman demasiado en serio. ¿Por qué la gente espera que alguien que viaja al extranjero escriba una crónica jubilosa? Al menos los reseñistas así lo pretenden.
—“Estonia” es también un libro sobre el lenguaje, sobre lo traducible. Son cuestiones que retoma en su último libro, “The Grammar of Rock”. En ambos, los momentos de incomprensión y las diatribas furiosas contra el mal uso del lenguaje ocasionan los pasajes más potentes y más hilarantes. En “The Grammar of Rock” confiesa que lo cautivan las letras mal oídas. Uno tiene la impresión de que tanto para las letras como para los colores usted tiende a ahondar en el modo en que se deslizan levemente de lugar y se descentran, para decirlo de alguna manera.
—Apenas les prestamos atención a las letras de las canciones, que pueden ser una forma de lectura. No es un problema importante en la vida, pero está involucrada la cognición y esto está relacionado con todo.
—“Estoy convencido de que hasta cierto punto escribir sobre música es en cierto sentido como danzar a partir de la arquitectura.” ¿Diría lo mismo acerca de escribir sobre arte? ¿Es ésa la razón por la que eligió un ángulo tan poco convencional para redactar sus libros sobre los colores?
—Es más bien acerca de transmitir conocimiento de un modo colorido, si me permite la expresión, un aspecto de la enseñanza. El ángulo no convencional de estos libros sobre los colores me pareció el más justo, haciendo pasar toda la información de una manera poética, porque como puede ver todo es una cuestión de improvisación, se trata menos de ensayos que de solos de jazz. La gente olvida que la escritura tiene algo del mundo del espectáculo, como el de la enseñanza. Mis profesores favoritos fueron una fuente de conocimiento, pero también entretenían, entretenían nuestras mentes, y te llegaban con sus anécdotas, su ingenio, su estilo.
—El pintor y profesor de “An Adultery” comenta de su método que “mis modos en clase eran habitualmente informales y de una despreocupación alerta”. ¿Qué aspecto o aspectos de la literatura halló posible enseñar?
—Una pregunta importante. Aunque suene didáctico, siempre intenté subrayarles a mis estudiantes que la literatura refleja la vida, que es real, que debería elevarte, inquietarte, que importa. Ningún verdadero lector de Los hermanos Karamazov o La guerra y la paz o Ulises o Moby Dick o Grandes esperanzas puede ser otra vez la misma persona que era antes de esa experiencia. Uno no puede conmoverse y seguir siendo el mismo. Esos libros no sirven para nada si uno sigue caminando con la misma luz tenue que tenía antes. Intenté enseñar eso como una verdad central. No hay nada que no importe cuando se sabe eso.
—Como la de sus maestros Browne, Corvo y Firbank, su obra ha oscilado entre lo decorativo y lo vital. En una oportunidad usted escribió que “el artista, al contrario que el apostador de Pushkin, debe estar preparado para sacrificar lo necesario con la esperanza de obtener lo superfluo”. Lo bien escrito, y ni hablar de algo extraordinariamente bien escrito –está autorizado a inferir que hablo de sus libros–, no se lee como superfluo sino como necesario. Aunque no pierda en absoluto la ligereza de su modo, hay una especie de inevitabilidad y de autoridad en algo bellamente dicho, ¿no cree?
—El propósito de la vida es intentar encontrar su significado. Lleva más de una vida, desde luego, pero una vida es todo lo que nos ha sido dado. En esa pesquisa uno debe ser audaz. Aquello que buscamos es lo que poseemos; uno encuentra buscando. Se consigue estando realmente vivos, por medio del estudio, la lectura, los viajes, la plegaria, la reflexión, los museos, la música, los sueños, la meditación, la conversación, la fe y la esperanza y, por supuesto, el contacto humano. La literatura es una gran llave.

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viernes, 15 de noviembre de 2013

Jornada de lecturas

En la terraza de Eterna Cadencia, una nueva jornada de lecturas se acerca. La cita es el martes 19 a las 19 horas, puntual.
Participantes: Juan José Becerra, Matilde Sánchez, Francisco Garamona y el colombiano Juan Cárdenas -autor de Los estratos (Periférica)-.
¡Los esperamos!
 

Sobre "Una lectura de Diario de una ama de casa desquiciada", de Sue Kaufman (Libros del Asteroide).

Una lectura de Diario de una ama de casa desquiciada, de Sue Kaufman (Libros del Asteroide).
Por Cecilia Boullosa.
diario de una ama de casa Tina Balser, la protagonista de Diario de una ama de casa desquiciada, se encierra en su cuarto y comienza a escribir un diario. Es eso o tomarse un vaso de vodka antes del mediodía. Es eso o abandonar a su marido, un abogado snob y bastante aburrido, cuya máxima preocupación es que lo inviten a los cócteles más animados del Manhattan de los años ´60 (aunque la fiesta le es esquiva, siempre parece estar en otro lado). Tina intenta ser una ama de casa modélica de la época -no repetir el mismo menú de todos los años para el Día de Acción de Gracias, llevar las camisas a la tintorería, acordarse de sacar a pasear a Folly, su caniche, telefonear a su círculo social para rechazar o aceptar invitaciones, enviar postales de Navidad- pero siempre está a un tris del derrumbe psíquico o anímico, el horror vacui a la vuelta de la esquina, cualquier tarde. Como la Laura Brown, de Las Horas de Michael Cunningham (interpretada de manera exquisita por Juliane Moore en la versión filmica) o Betty Draper en Mad Men, Tina Balser pertenece a esa última legión de mujeres antes de que el feminismo comenzara a ponerse más combativo y ganara sus batallas decisivas.

Y como Laura o Betty, Tina elige sus puntos de fuga para no hacer volar todo por los aires: en su caso, la escritura minuciosa en sus cuadernos y un amante para la hora de la siesta. No son la salvación, pero son una tabla de la cual aferrarse por momentos.
Tina hace listas. Escribe qué cosas le dan miedo. Los ascensores, los tuneles, los aviones, los trenes, los subtes, las polillas peludas, los tiburones, los violadores. Después cierra el cuaderno y se toma seis tranquilizantes y un trago de vodka para asistir a una reunión de madres en el colegio de sus hijas.
Donde peor la pasa es en los cócteles a los que la arrastra su marido. Regidos por la lógica del show off, se siente poca cosa -no tiene nada de qué jactarse- y termina invisibilizada en los rincones, detrás de las cortinas. Hasta que conoce a un escritor teatral con el que comienza un affaire.
Diario de una ama de casa desquiciada fue el libro más exitoso de Sue Kaufman (Nueva York, 1926-1977) y está considerada una de las novelas fundacionales de la nueva conciencia femenina que comenzó a emerger a mediados del siglo pasado en Estados Unidos. Se publicó por primera vez en 1967 y tres años después se trasladó al cine. Con una prosa inteligente y divertida, Kaufman pinta con detalle una época y un lugar, la tormenta interna de una mujer antes que se desataran con furia las externas.
Es cierto que a 45 años de distancia algunos vaivenes de la trama pueden sonar ingenuos (el final, que no vamos a contar, por ejemplo), pero en otros aspectos puede ser muy contemporánea. Si no para las mujeres trabajadoras de las grandes ciudades como Manhattan o Buenos Aires para miles de desperate housewives que en suburbios y barrios cerrados llevan intentos de vida módelica al borde -muchas veces- del derrumbe.

 NOTA COMPLETA EN EL BLOG DE ETERNA CADENCIA

jueves, 14 de noviembre de 2013

Novedad editorial: "Los colores primarios", de Alexander Theroux

Son tres. Azul, amarillo, rojo. El azul del misterio y la nobleza, de amplia y excesiva ambigüedad, el color más raro en el reino natural. El amarillo de las mejillas de los pingüinos emperador y de los celos en cualquier historia y geografía. Y el rojo del crepúsculo, de la sangre, de la capa en las corridas de toros y de los vestidos de novia chinos. Este libro singularísimo, extraordinario, propone un recorrido cultural fascinante por la dimensión artística, literaria, lingüística, botánica, cinematográfica, estética, religiosa, científica, culinaria y hasta emocional de cada color primario. La gran riqueza léxica y flexibilidad sintáctica, la perfección para armonizar la abstracción y el detalle y encontrar destellos, matices, leyendas, hallazgos de toda clase que se precipitan sobre nosotros en cascada, hacen de estos tres ensayos una imprevisible y gratificante teoría del conocimiento.

Después de leer Los colores primarios, en admirable versión de Ariel Dilon, a nadie le pasará inadvertido que Alexander Theroux es uno de los grandes maestros de la lengua inglesa actual. 

“Los colores primarios de Alexander Theroux es un repertorio asombroso de erudición e instinto poético omnívoro. A través de estas tres aperturas aparentemente estrechas, Theroux se las arregla para exprimir el mundo y todo lo que hay en él. Una joya genuina”. 
John Updike



“La exitosa resurrección de una extraña manera de escribir, descuidada por lo menos durante dos décadas. Una fiesta para la inteligencia y la sensibilidad”. Robertson Davies 



Próximamente, también disponible en eBOOK 


martes, 12 de noviembre de 2013

Sobre "Lo infraordinario" de Georges Perec, en La Gaceta Literaria.

ÚLTIMO MOMENTO
El arte de observar los detalles mínimos
una exposición acerca de la relación entre lo trivial y lo trascendente.
COMPILACIÓN
LO INFRAORDINARIO
GEORGES PEREC
(Eterna Cadencia - Buenos Aires)
Escribir implica la enorme capacidad para hilar fino sobre un sinfín de circunstancias, barajar múltiples posibilidades, además del aspecto lingüístico que tiene que ver con la estética y con la comunicación. En este sentido, Georges Perec experimenta otras variables y variaciones en su producción, todas estas producto de una importante destreza para la observación.
En efecto, este escritor francés se ha destacado por algunas "rarezas" que involucra en su escritura. Tal el caso de Lo infraordinario, un conjunto de artículos que apareció después de su muerte.
Este libro dibuja de una manera increíblemente extraña sucesos que sólo él puede advertir pues su mirada es mucho más que una simple mirada: es casi como una lente de alta potencia óptica y de gran velocidad.
Georges Perec anota -casi lo estoy viendo escribiendo en un cuadernillo pequeño- detalles mínimos, infinitesimales, microscópicos como pueden ser las alteraciones en un sitio de un día para el otro; invisible al ojo humano. Así, el libro nos instala inmediatamente comienza en "La rue Vilin -calle donde Georges pasó su infancia- 27 de febrero de 1969, cerca de las 16 horas -fecha en que vuelve para escudriñar sus cambios-"; y desde ese momento parte en un extenso peregrinaje en busca de lo ordinario de lo común, esto es lo infraordinario.
¿Cómo puede alguien detectar aquellos detalles de las cosas que solo ocurren sin explicación alguna porque deben acontecer? ¿Para qué ocuparse de lo banal en cada uno de los hechos y lugares por donde transita el hombre? ¿Por qué señalar -y escribirlo con ahínco- lo cotidiano y por ello, evidente? En fin, la búsqueda de Perec tiene que ver con esa relación entre los pensamientos más transcendentales del ser humano y lo más trivial de su vida. Perec cree que sacando afuera lo común, aquello que estamos acostumbrados a ver, pero que no podemos describir justamente por la costumbre, el hombre quedará al descubierto en sus profundas dimensiones. Y en consecuencia, comprenderá su derredor de una vez por todas. Georges intenta dirigir la mirada a los sucesos cotidianos y nimios, en contraste con la espectacularidad de lo extraordinario con la que la prensa intenta captar la atención del lector. Para él, el lector tiene un valor mayúsculo. Por eso, ofrecer al lector lo que este no es capaz de descubrir, es el mayor de sus legados.

© LA GACETA
MÓNICA MAUD

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lunes, 11 de noviembre de 2013

Reseña: Jameson y la dialéctica “con artículo”, en el Blog de debate IPS. Por Cecilia Feijo.


Recientemente la editorial Eterna Cadencia ha publicado el libroValencias de la dialéctica de Fredric Jameson. Intentar reflexionar sencillamente sobre este libro es una tarea inabordable. En esta nota solo podré expresar algunos ejes o nudos temáticos por los que atraviesan las casi 700 páginas del libro, en un recorrido intelectual que llega hasta nuestro presente (esta obra además se complementa con dos anexos, uno sobre Marx, Representar El Capital, ya publicado por FCE, y otro sobre Hegel, aún no publicado en castellano). Jameson nos comparte una exploración cuyo seguimiento, a la vez dificultoso y maravilloso, es quizás la más interesante y compleja defensa del pensamiento dialectico desde una perspectiva marxista del siglo XXI. De aquí que amerite su lectura y su debate.Esta nota de lectura pretende solo hacer un resumen del acápite inicial del libro, retomando aquellos que nos sugiere una confirmación de cierta compresión de la dialéctica que compartimos, así como de aquellas reflexiones nuevas que nos abren y llevan hacia otros lugares. Veremos poder continuar con los apartados significativos de la obra, así como, luego de atravesar los aportes del autor, abrir la posibilidad de una lectura crítica. Empezaremos entonces por donde comienza el propio autor, su punto de partida que es, en definitive, el resultado, a la manera hegeliana, de su exploración.El libro comienza atravesando los distintos sentidos de nombrar la dialéctica. El capitulo de hecho se llama Los tres nombres de la dialéctica y supone el número tres como predilección por lo tripartito, porque a su vez está dividido en tres acápites, siendo el primero de ellos: 1. La dialéctica. Hay tres sentidos iniciales que Jameson asocia al nombrar dialéctica y son los sentidos más simples de los que parte el autor:
El primero es el de la dialéctica “con artículo”, algo así como “La” dialéctica” con  mayúscula, aquella que se asocia a la filosofía, al sistema, el método, la fenomenología, y cuyo autores no evitables son Hegel y Marx.Luego está la dialéctica pero “sin artículo”, bajo la cual Jameson refiere los “momentos dialecticos” de las “filosofías no dialécticas o inclusive antidialecticas” como las de Foucault, Derrida o Deleuze.
Un tercer término es el de la dialéctica como “adjetivo”, la que se utiliza para clarificar momentos de “perplejidad no dialéctica y para cuestionar procesos de pensamientos establecidos (como el principio de no contradicción)”.
El primer acápite esta centrado a desarrollar de manera concentrada esto que rechaza Jameson de esta dialéctica “con artículo”, así como también cuáles son los sentidos asociados a esta nominación que no pueden ser descartados ni transfigurados. De entrada Jameson nos indica que esta dialéctica “con artículo”, tiene múltiples identificaciones, y una de estas es el “materialismo dialectico” como ideología “oficial” de la URSS, cosa que hoy puede estar enterrada pero que tuvo su vitalidad como materialismo vulgar o metafísica materialista a lo largo del siglo XX. Este significado también puede se encontrado para Jameson en cierta pretensión de Engels de “aplicar” la dialéctica a todo, incluido la naturaleza, y de construir un sistema, de modo que el marxismo pareciera una “filosofía”, algo que Marx no hizo ni pretendió hacer.
Pero como hay que criticar la dialéctica “con artículo” Jameson parte de clarificar los sentidos que el propio Hegel da a la dialéctica, y es aquí cuando nos dice que en Hegel este concepto está asociado a dos tendencias: por un lado al pensamiento dialéctico propiamente dicho como se expone en la Fenomenología del espíritu de 1807; por otro, está el sentido que adopta como hegelianismo, corriente que el propio Hegel y sus discípulos se encargaron de construir y que comparte su contenido de ideología, junto a todos los otros “ismos”. Recuperar el sentido productivo de la dialéctica, el primer sentido y rechazar su segunda nominación será el intento que atravesará todo el libro del marxista británico, y esta misma operación será luego aplicada al propio Marx, intentar recuperar su pensamiento dialectico separando todo intento de cosificarlo en un sistema filosófico o una disciplina académica. Para Jameson, de hecho, los variados ataques que proliferaron y proliferan, por causas distintas en Europa y EEUU, contra el pensamiento dialéctico en realidad son ataques al hegelianismo como ideología, y cabe una vez más extender esta lógica a los ataques contra el pensamiento de Marx.
Jameson continua su exposición clarificando el espacio desde donde el pretende hablarnos, y para ello establece una clara distancia -ruptura con lugar del académico, para reivindicar un espacio marxista tendiente a unificar teoría y práctica-. Para Jameson es el deseo irreprimible de asociar todo pensamiento a una “fuente con nombre”, como asociar el pensamiento dialectico con Hegel, el emergente de una fuerte presión del medio académico.  Para despojarse de la “cita consagrada” que es ley en los papers y estudios académicos Jameson se apropia de Bourdieu y su descripción del Homo Academicus para poner en entredicho esta presión y ubicar el lugar desde el cual pretende hablar. Jameson va a reivindicar la constitución de un espacio autónomo en “la teoría como forma de escapar de las cosificaciones de la filosofía así como contra la mercantilización del mercado intelectual” [19]. La teoría para Jameson “debe ser entendida como el intento perpetuo e imposible de descosificar el lenguaje del pensamiento, y de adelantarse a todos los sistemas e ideologías que inevitablemente resultan del establecimiento de una terminología fija” [19]. Esta certeza critica lo lleva a derrumbar la idea del concepto como independiente y autónomo de la historia y la experiencia. Pretende, por el contrario, buscar una teoría que parta de los conceptos como conceptualizaciones de una clase concreta y una acción al interior de la historia de clase. Su marxismo y su dialéctica parten de rechazar el mundo de fijaciones no contaminadas, rechazar la filosofía como disciplina consagrada por la “división del trabajo manual e intelectual” y toda idea de dialéctica como sistema cerrado o fijo. Este rechazo busca su afirmación como una praxis que concibe que el concepto está “siempre abierto”, siempre contaminado por “realidades que le son externas”. Solo desde este espacio puede abrirse a buscar “explorar otras posibilidades: por un lado, la noción de una multiplicidad de dialécticas locales; y por otro una concepción de la ruptura radical que constituye el pensamiento dialectico como tal” [20].
En el siguiente momento, luego de habernos planteado la necesidad de derrumbar toda fijación o cosificación del concepto, y por ello haber rechazado la sistematización doctrinal, Jameson afirma que, sin embargo, esta toma de posición no significa emanciparse de manera a-dialéctica de toda pretensión de sistematicidad del marxismo, ni transportarse a un lugar de disputas meramente textuales o verbales. Tampoco se trata de abandonar los nombres propios como “marxismo” o socialismo para adoptar entonces otras referencias y un lenguaje despojado de “visión del mundo”. Jameson deslegitima las transformaciones de lenguaje que llevan a rendiciones frente a la mercantilización, así como rechaza “trascodificaciones” (como la de dictadura del proletariado en la más aceptable “democracia radical”) que terminan en un lugar muy lejano al que pretendían arribar. Así el autor se siente colocado frente a un dilema que “nos coloca en una contradicción en la cual no utilizar la palabra es fracasar políticamente, mientras que utilizarla es impedir todo éxito por anticipado”. Y frente a esta dicotomía se propone seguir “una tercera opción”: desplegar un lenguaje cuya lógica interna sea precisamente la “supresión del nombre y el mantenimiento de un espacio para la posibilidad”, algo que hará de la lectura de su libro un complejo recorrido a través de afirmaciones y fijaciones que luego serán “derrumbadas”, a la manera de las peripecias del pensamiento dialectico que el propio Hegel hace en su Fenomenología.
Al transitar estas delimitaciones del espacio desde el cual nos habla el autor, Jameson prosigue su exposición. Para él el costado “productivo” de las pretensiones científicas o metafísicas de la “dialéctica” y el “marxismo” residen en el hecho de que no puede omitirse la doctrina sin “transformarla completamente y perder su originalidad y sus implicancias más radicales” [23]. El cambiar ciertos conceptos debe enfrentarse a lo que se pierde y se gana. Recurre como ejemplo de ello a los intentos de independizarse de “la dialéctica”, intentos que para Jameson ponen en juego en realidad la “fe en el sentido común o pensamiento no dialectico”, que el propio Hegel había identificado con el entendimiento (Verstand) y que en el marxismo deviene ese “fenómeno mucho más especializado y limitado llamado cosificación” [24].
Más tarde, en el siguiente capítulo, Jameson definirá el lugar que este momento no-dialectico para Hegel, el del Verstand, tiene dentro del pensamiento dialectico y el rol central que juega para Jameson en el capitalismo de lal actualidad. Es interesante tal vez remarcar que es aquí donde el autor encuentra en un primer momento la irreprimible existencia de eso que podemos llamar “la materia”, y a pesar de que Hegel muestre un constante desprecio por ella, el pensamiento del entendimiento siempre estará allí para hacer caer en el error a la conciencia. El entendimiento en Hegel es en el dominio del Ser el pensamiento de la cosa, con sus fijaciones y determinaciones. Pero es en la critica a Kant y su distinción entre forma y escencia donde Hegel pone en movimiento el fluir de esas categorías y fijaciones como no meras adherencias externas del pensamiento a la cosa, y avanza en la disolución de esta dualidad entre materia y forma a través de la reflexión y la autoconciencia. “La conciencia de lo otro, de un objeto en general, es, ciertamente, ella misma de manera necesaria una autoconciencia, ser-reflectido en sí, conciencia de sí mismo precisamente en su ser-otro” dice Hegel en su Fenomenología [FE, 271]. Por ello dice Jameson, el Verstand, que es el pensamiento de la cosificación es el villano de la historia para Hegel, y para el autor es necesario apropiarse de este Hegel que es el delVerstand y el de la dialéctica sin superación (sin Afhebung) [113] .
Luego de este paréntesis nos topamos con el desarrollo del significado que tienen dentro del marxismo ciertas exclusiones. En este punto Jameson retoma la “recapitulación” que hace Engels de las leyes de la dialéctica en Filosofía de la naturaleza (ley de transformación de la cantidad en cualidad y viceversa, de la interpelación de los opuestos y de la negación de la negación) y cuestiona el hecho de haber sido diseñadas para señalar una suerte de aplicabilidad general del hegelianismo a la economía, a la historia y a la política, terrenos en los que se pretende buscar “atisbos de esas mismas regularidades en funcionamiento” [24]. Señala también la pretensión de Engels de dar credenciales “filosóficas” al marxismo, algo que Jameson rechaza desde un inicio. Por ultimo, señala que más allá de cuán práctica haya sido esta sistematización de Engels, sus leyes excluyen de la definición de marxismo cuestiones fundamentales como la de clase social, contradicción, o la distinción entre base /superestructura.
Cuestiona además que el concepto de ley no puede derivarse directamente del propio Hegel, al menos en el tratamiento que hace de ella en la Fenomenología del espíritu (y que es una de sus cuestiones mas “serias”). La ley presupone una noción de mundos internos y externos, de un mundo de apariencias o fenómenos que se corresponde con una esencia interior que los subsume, así una ley “ajusta la contingencia empírica de los hechos a la universalidad abstracta” [25]. Pero este intento en Hegel está sometida a un frenesí interior que tiene que ver con la individualidad y la universalidad, con leyes subjetivas como la “ley del corazón” y las leyes universales como la astucia de la razón. Para Jameson Hegel pareciera demostrar en realidad que “se propone destruir el concepto de ley antes que ofrecer la oportunidad de formular leyes nuevas”. La implicancia de que se pueda proyectar un sistema filosófico de la dialéctica tiene que ver para Jameson con una pretensión distorsionada de una exigencia dialéctica bastante diferente: la de totalidad. Y es en la relación del pensamiento dialéctico con esta idea unificadora la que se confunde, basta decir concluye el autor, que es el capitalismo el que constituye la totalidad y la fuerza unificadora y que por ello la dialéctica no se vuelve históricamente visible hasta el surgimiento del capitalismo. De ello se deriva usos y desventajas de la dialéctica, y que para el autor sería profundamente no dialectico excluir esta descripción (como la de Engels) no dialéctica de la dialéctica de toda explicación verdaderamente dialéctica de la dialéctica”.
Hasta acá las coordenadas fijadas por el autor en el primer acápite del primer capitulo de una obra que intenta, de manera heterodoxa, recuperar y clarificar el sentido del pensamiento dialéctico dentro de la problemática del marxismo.

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Nota publicada por Página 12 sobre "La muerte del corazón", de Elizabeth Bowen (Editorial Impedimenta).

las12
Viernes, 1 de noviembre de 2013
VISTO Y LEIDO

La huérfana

La muerte del corazón, de Elizabeth Bowen, es la historia cruel entre una adolescente y esa familia que nunca la esperó. 
 Por Marisa Avigliano
El mundo Bowen es un mundo adolescente, es el infinito suspendido que se entretiene sacando de una en una –después de apartar la lámina amarga que separa las celdas donde se esconde– la gotita dulce de la granada madura. Pero esa escena golosa desaparece pronto porque enseguida gana el desamparo. Tiempo de diarios íntimos y susurros de almohada. Una pizca de Rosamond Lehmann y de la primera Woolf para inaugurar un borrador de ausencias. En ese borrador está Portia Quayne, la niña desprolija que, huérfana a los dieciséis años, debe convivir con quienes no planearon una vida con ella.
Portia es la protagonista de La muerte del corazón, la novela que Elizabeth Bowen (Dublín, 1899-Hythe, 1973) escribió en 1938 y que ahora Eduardo Berti traduce para Impedimenta. Bienvenida, Bowen, bienvenida para quienes la leyeron hace mucho (porque era la favorita de las abuelas) y bienvenida también para quienes no la conocen siquiera como personaje de una novela de Ian McEwan. Sí, Elizabeth Bowen aparece (como también aparece Cyrril Connolly) en Expiación como la lectora que en Horizon rechaza un original de Briony Tallis: “Por decirlo simplemente, necesita la espina dorsal de una historia. Puede que le interese saber que una de sus ávidas lectoras ha sido Elizabeth Bowen. Recogió las resmas mecanografiadas en un momento de ocio en que pasaba por esta oficina cuando se dirigía a almorzar, pidió que le permitieran llevárselas a su casa y las acabó de leer la misma tarde. Al principio consideró que la prosa era sobreabundante, empalagosa, aunque compensada por ‘reminiscencias de Dusty Answer’ (cosa que a mí jamás se me hubiera ocurrido)”.
El homenaje, la mención y el arrebato literario de su aparición leyendo un manuscrito en la novela de McEwan muestran el subrayado que dejó la dublinesa –una heredera Bloomsbury– en la pista donde aterrizan las novelas familiares. Crueldad para mostrar un destino inevitable, densidad para no huir de él y la promesa de que se cumplirá –como si la decisión final dependiera de un verdugo medieval– componen la trama de la novela ambientada en la Londres de entreguerras con el Regent Park como ventana y una casa (donde viven Thomas, el “medio hermano” de Portia, y su mujer desde hace ocho años, Anna) como cuarto ajeno. Ningún secreter conseguirá convertir ese cuarto en un cuarto propio. Allí Portia aprenderá a estar sola. ¿Aprender ella, justo ella?, “que no está habituada a aprender: no había aprendido que uno tiene que aprender. Ni siquiera parecía tener dentro de ella un rincón donde almacenar datos interesantes” y descubrirá que el corazón roto puede romperse aún más. Enamorarse de Eddie, el chico que estudió en Oxford de “gracia plebeya, casi animal”, ayudará con los destrozos. La complejidad y la astucia con la que Bowen enlaza razones, sentimientos y traiciones (no es difícil imaginar que Eddie y Anna guardan secretos) logran que el atajo de lo escrito (como si escribir un diario o leerlo en las sombras del robo arrinconara para siempre las dificultades) termine incrustándose en un muro infranqueable. No hay que confundirse, La muerte del corazón no es una novela sencilla, aunque la supuesta simplicidad de una trama de amor, el esnobismo de lo decorativo, cierto candor para describir a la clase trabajadora (aunque no parece un desliz ingenuo haber elegido a Matchett, ama de llaves de la madre de Thomas, como interlocutora de Portia: “Los muebles que tenemos aquí son un lujo para gente que no desea tener pasado. Si tuviera que mirarlos mientras ellos me miran a mí me pondría nerviosa, supongo. Pero, cuando ése es precisamente tu trabajo, no te queda otro remedio. Me he pasado años y años limpiando estos muebles: los conozco como la palma de mi mano”) y el aburrimiento burgués, distraigan intenciones. Bowen encuentra letra en las regiones complejas de la intimidad y es un encuentro impiadoso, una copa de oscuro veneno cerca de los labios. Abramos la boca.
La muerte del corazón
Impedimenta
Elizabeth Bowen

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sábado, 9 de noviembre de 2013

Reseña: El desierto y su semilla, de Jorge Baron Biza.

Acaba de reeditarse El desierto y su semilla de Jorge Baron Biza, una novela única y poderosa en la que se conjura literariamente una tragedia familiar a partir del relato pormenorizado de la destrucción y reconstrucción de un rostro. / Por Malena Rey
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En algún momento hacia fines de la década del noventa, tuvo lugar la grabación de uno de los episodios del programa El fantasma, emitido por Canal á, conducido por la periodista y crítica Silvia Hopenhayn en la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional. El ciclo, que se encargaba de diseccionar distintas obras a través de la presencia de su autor y de un lector “fantasma” que le hacía preguntas y sugería distintas líneas de lectura, contó en esa ocasión con la presencia, una de las poquísimas apariciones públicas, de Jorge Baron Biza, autor de una única novela, El desierto y su semilla, publicada por primera vez en abril de 1998 por la editorial Simurg y recientemente reeditada por Eterna Cadencia. Jorge, que había colado la novela en 1995 en el Premio Planeta sin quedar siquiera seleccionado, viajó especialmente desde su Córdoba natal para encontrarse con su fantasma, un joven Christian Ferrer, amigo y lector atento, quien sería años más tarde también biógrafo de su padre, el escabroso Raúl Baron Biza. El diálogo que mantienen es interesante y esclarecedor, no tanto por los ademanes televisivos de la época sino por el hecho de escuchar hablar sobre su propia novela al autor, que se suicidó al poco tiempo, en septiembre de 2001. Con voz pausada y algo ronca, una barba entrecana crecida y unos anteojos bastante grandes, Jorge le explica a Hopenhayn y a Ferrer que, en este libro, su vida personal es un “motivo”, un “tema” a partir del cual se construye un sentido que ya es ficcional, y que la novela tiene por supuesto una marca autobiográfica fuerte, pero evita el tono intimista y confesional. Y aquí hay que hacer un breve paréntesis para explicar de qué la va El desierto y su semilla, qué la hace tan singular y estremecedora, y qué lleva al autor a hacerse cargo y al mismo tiempo desmarcarse de su propio libro.
Departamento coqueto y burgués en la calle Esmeralda en Buenos Aires, año 1964. En plena audiencia de divorcio, después de veinte años de tormentoso matrimonio, ante la presencia de los abogados de las partes, Raúl Baron Biza (llamado Arón Grageac en la novela) le arroja en la cara a su mujer, Clotilde Sabattini (en la novela, Eligia), un ácido corrosivo y le desarma y destruye el rostro. Su hijo Jorge (en la novela, Mario Gageac) socorre desde el primer instante a su madre, y en medio de este episodio comienza la narración, escrita casi treinta años después: “En los momentos que siguieron a la agresión, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de su cara. (…) La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores”. Lo que empieza a deformarse junto con la novela, el rostro de su madre, la carne, es el motivo sobre el que giran y se superponen los distintos niveles de esta historia: por un lado, el relato pormenorizado de la destrucción de los rasgos conocidos de su madre, la decrepitud de su carne, su estado cadavérico. Y con él, la pérdida de identidad de Eligia, que durante páginas y páginas prácticamente no se expresa, resignada a los tratamientos reconstructivos y a los colgajos, puesta en manos de los médicos. Por otro, la decadencia de una familia que ya no se constituirá como tal: al día siguiente al ataque, encuentran a Arón vestido con robe de chambre y un tiro en la sien, dando inicio a una serie de suicidios como marca registrada de su legado –el fantasma de Arón recorre toda la trama.
Todos los niveles de El desierto y su semilla van en la dirección de hacer de la autoficción un hecho excepcional, dotado de sentido, extravagante solo en los términos en los que es extravagante e inesperada la propia vida.
Pero El desierto y su semilla es también, y sobre todo, una novela de formación narrada por su protagonista, el desconcertado Mario, de veintitrés años, cuidando y asistiendo a su madre en una clínica italiana, sumido en una soledad profunda, rodeado de enfermeras, que muy de a poco va mostrando su sensibilidad esquiva, conjurando la tragedia y transformándola en otra cosa. Mario, como observa Nora Avaro en el prólogo que acompaña esta nueva edición, “mantiene en perspectiva escrupulosa el drama ardiente de su materia autobiográfica”, es un observador medido y a la vez privilegiado, describe como nadie las transformaciones carnosas y tumefactas de lo que queda de una cara cuando ya no hay cara, y su punto de vista, por momentos apático o anestesiado, expresa la crudeza con la que se acerca y se aleja del drama, sobrevolando las posibles explicaciones sin sacar demasiadas conclusiones.
Por eso es interesante, al escuchar a Jorge Baron Biza conversando con Ferrer en Canal á, atender a cómo descorre un poco el velo siniestro de su historia para mostrar la rendija por la que entra algo de luz: “La carne tiene esa cualidad insólita: es el espacio del dolor y es también la sustancia de la tentación, de la esperanza y de la redención. Por ese primer capítulo tan fuerte y fundante de la estructura del libro, el lector queda muy pegado a la idea de destrucción de la carne; pero creo que una lectura atenta revela también una reconstrucción. El narrador, encerrado en una clínica con su madre con el rostro destruido, conoce a una mujer que le da la posibilidad de recuperar su sexualidad y, a través de ella, la reconstrucción del cuerpo femenino, que es una de las cosas más bellas que existen en el mundo”. Esa mujer que conoce Mario es Dina, una prostituta de las calles y los bares de Milán con la que mantiene una relación entre el afecto y la desidia, contrapunto de su anestesia sentimental. Y otro de los personajes indiscutidos es el alcohol: Mario se pierde entre las botellas de licores coloridos de los bares, que contrastan con esa plasticidad espeluznante de tonos en el rostro de su madre. Todos estos niveles van en la dirección de hacer de la autoficción un hecho excepcional, dotado de sentido, extravagante solo en los términos en los que es extravagante e inesperada la propia vida. Y como si fuera poco, la novela investiga y construye un lenguaje propio, también ficcional: un cocoliche trabajado con total libertad, sin necesidad de confrontarse con la lengua “correcta” sino puesto a funcionar en la maquinaria de El desierto y su semilla con autonomía (sobre esto se extiende Baron Biza en “La libertad del cocoliche”, texto incluido en Por dentro todo está permitido, la compilación póstuma de sus reseñas y ensayos).
El desierto y su semilla es también, y sobre todo, una novela de formación narrada por su protagonista, el desconcertado Mario.
Otro personaje puesto a jugar en esta constelación de cuerpos vulnerados en el espacio cerrado de la novela es el cadáver de Evita, manipulado, embalsamado, escondido en un sepulcro anónimo. La dupla femenina de Evita y Clotilde Sabattini (funcionaria radical, creadora del Estatuto docente) contrasta y amplifica las diferencias entre dos modelos de país a partir de sus rasgos (la popularidad de Eva versus la ingenuidad y la fragilidad de Eligia) y se mantienen en sobria tensión en la novela.
Con todos estos elementos, pero sobre todo por el hecho de poder narrarlos y conjugarlos, El desierto y su semilla merece ser considerada como una novela única y poderosa, que se desmarca por su propia fuerza de cualquier otro relato existencial y que busca, a partir de la impronta biográfica, convertir los sucesos en literatura.


Jorge Baron Biza
El desierto y su semilla
(Eterna Cadencia)
224 páginas
Prólogo de Nora Avaro




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martes, 5 de noviembre de 2013

Nota sobre "Tratado sobre las manos", de Miguel Vitagliano (Eterna Cadencia) en El almacén de libros.


Tratado sobre las manos de Miguel Vitagliano es una novela que nos habla del duelo, de como convivir con el dolor ante la pérdida de un ser querido y qué hacer con ese dolor; también nos habla de Lidia y de su familia.

 Lidia acaba de perder a su marido Víctor luego de más de treinta años de matrimonio. Éste ha sido un hombre de las letras, un catedrático, una presencia muy fuerte en su vida, a quien ella le ha dedicado todo lo que es. Y ahora Víctor no está. Solo queda  su recuerdo, su biblioteca con más de ocho mil ejemplares, la que Lidia recorre, revisa, observa. Víctor está presente en esa biblioteca, vive en ella y le habla a través de los libros.

Muchos de esos libros tienen anotaciones al margen, notas, citas, nombres de autores relacionados, párrafos subrayados, a los que Lidia comienza a prestar atención. Así comenzará a transitar su duelo, escribiendo el libro que Víctor no escribió, ese libro que sin darse cuenta su esposo fue escribiendo a lo largo de toda su vida. Será un modo de transitar y caminar el dolor, una manera, para Lidia, de comenzar quizás a vivir.

“… Ni un libro  ni su lector andan revelando los secretos de su relación, ni siquiera dónde y de qué manera han estado juntos. Entre ellos todo está permitido…” (p.199).

Vitagliano logra definir en un solo párrafo muy breve, la relación que existe entre lector y libro; hay un “algo” que sucede entre ellos y que es único, particular e irrepetible. Hay muchos lectores para un mismo libro, pero hay tantas relaciones como lectores hay. Lo que le sucedía a Víctor con sus más de ocho mil ejemplares eran relaciones únicas, y es lo que me sucede a mí al leer este libro.

Tratado sobre las manos también es la historia de una familia, la de Lidia, sus sobrinos, sus cuñados y esas zona grises que están presentes en toda relación. Y de esos pequeños o grandes duelos que muchas veces tenemos que hacer con familiares, con amigos, porque no hay afinidad, porque nos han lastimado o porque sentimos que algo ha muerto dentro nuestro.

Qué hacer con ésto es lo importante, es lo que este libro me deja: la necesidad del cambio. Cambiar dolor por alegría, inercia por trabajo. Cambiar la muerte por la vida.

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lunes, 4 de noviembre de 2013

Artículo sobre el libro "Irrealidades" (Editorial Descierto), por Jonás Gómez.























Embarcado en un proyecto de rescate y publicación, en cuidadas ediciones bilingües, el sello Descierto edita a poetas extranjeros de escasa circulación local. Junto a Ideorrealidades – Poemas y papeles dispersos de la Obra Futura, del poeta francés Saint-Pol-Roux, Descierto editó una antología del poeta estadounidense e. e. Cummings. Los lanzamientos se presentan como una oportunidad para descubrir, o redescubrir, a dos escritores inmensos.
El libro de Saint-Pol-Roux, nacido en 1861y fallecido en 1940, luego de enterarse que sus pertenencias habían sido saqueadas y su casa destruida, se encuentra dividido en dos partes. La primera se centra en una selección de textos publicados con anterioridad en otros libros, y en la segunda encontramos una selección de fragmentos de la obra inédita, a la que Roux se refería como "Obra Futura", rescatada de las ruinas de la casa del poeta. 
Contemporáneo de Mallarmé, quien llamó a Saint-Pol "hijo", trabajó su escritura con una serie de ejes que se pueden encontrar tanto en su obra publicada como en los papeles rescatados de la Obra Futura. Fue capaz de abordar y entrelazar lo terrenal y lo celestial en un mismo texto: "Sobre la mesa de un antro negro donde se va a beber vino. (…) La mama de cristal, sola, afirma la maravilla de su agua cándida. ¿Absorbió la luz plenaria de aquí dentro que brilla así, como caída del anular de un arcángel?”.


En su imaginario se encuentran múltiples referencias al acto creativo, al origen de la palabra, en versos que se pueden leer como directivas a los poetas de su tiempo y de los tiempos por venir:
"Poetas, la Poesía se marchita de fabricar calzados de esparto, fueran ellos de piel o de diamante. 
Ensanchen pues el círculo.
Aun si el círculo es pequeño es sin embargo tan grande para confundirse con aquél del globo, pequeño él mismo, ¡y bien! ensanchémoslo hasta que él ciña la eternidad" 
O en otro texto, en el que se manifiesta uno de los temas recurrentes en su obra, en el que alude a la creación de mundo a partir de la enunciación:
"Sí, yo predico esta época lejana del Absoluto descendiendo en la Materia para a la larga sustituirse en ella, por el esfuerzo acumulado de los poetas de los siglos cumplidos."
La sensibilidad con la que manipuló palabra y sonido, su sentido del humor, las visiones de inusual profundidad que se encuentran en su escritura, y la inteligencia con la que abordó el género, lo sitúan como referente indispensable de la poesía francesa.

Gabriela Cabezón Cámara hablando de "Beya/Le viste la cara a Dios" (Eterna Cadencia) en "Nuevas voces de la narrativa argentina", programa de Natu Poblet.




viernes, 1 de noviembre de 2013

"Lumbre", de Hernán Ronsino. Reseña en Los Inrockuptibles.

La tercera novela de Hernán Ronsino lo confirma como uno de los narradores más sólidos de su generación. / Por Matías Capelli - Foto Vito Rivelli

Si bien es cierto que Lumbre comparte numerosos elementos con las dos novelas anteriores de Hernán Ronsino –unidad de lugar, personajes y ciertos rasgos de estilo–, decir que las tres conforman una “trilogía” es una afirmación imprecisa, atolondrada. Lejos de la unidad entre elementos en alguna medida simétricos o equivalentes, la obra de Ronsino se articula más bien en una serie, un derrotero con, por el momento, tres escalas, en los que se retoman espacios, personajes, obsesiones y tradiciones literarias, pero en cada oportunidad conjugados en diversos modos, estructurados con diferentes andamiajes, cada vez con más ambición y destreza narrativa.
Hace seis años, Ronsino sorprendió con La descomposición por su trabajo a partir del fragmento, por un fraseo en el que resonaban las respiraciones de Briante y de Saer, de quien también tomaba la predilección por introducir inquietudes teóricas en el relato. En Glaxo (2009), el escritor nacido en Chivilcoy moldeaba una línea más contenida, milimétrica y contundente, que jugaba con la intriga y la develación de un enigma, pero con la misma pericia para retratar espacios y personajes, para hacer resonar distintas voces. Ahora, en Lumbre, el lector vuelve a la pequeña ciudad bonaerense urdida por Ronsino al igual que regresa el narrador y protagonista, Federico Souza, guionista treintañero que vive en Buenos Aires. Souza regresa por unos días a su pueblo natal con motivo de la muerte de Pajarito Lernú, un tipo bastante mayor que él pero con quien había trabado una suerte de amistad en su momento. Los tres días que transcurre en el pueblo son suficientes para que, en sus recorridas y encuentros, la memoria de Souza se ponga en funcionamiento y reviva el pasado personal pero también el del lugar, ensamblando voces farragosas, vidas y relatos que se enhebran y destejen con soltura.
A diferencia de los libros anteriores de Ronsino, Lumbre echa raíz en el “presente” (transcurre en marzo de 2002) para desde ahí brotar y expandirse hacia atrás; otra diferencia es que, en vez de una estructura concéntrica, Lumbre es arborescente, algo que tiene su correlato en la extensión del texto, que ocupa más páginas que Glaxo y La descomposición sumados. Por otra parte, si la prosa de Ronsino despliega más recursos, sus frases se volvieron más compactas, depuradas de manierismos. Como si el aplomo de los libros escritos le hubiera dado la certeza de que lo suyo no se juega en el cross a la mandíbula o el golpe de efecto, sino en construcciones lentas, que se toman su tiempo; en capas de sentido que se sobreimprimen, en percepciones que se van amasando, ideas o palabras rumiadas durante páginas, hasta que el lector se topa con una palabra o un detalle fulgurante que rasga el velo y entonces puede presenciar esos pequeños milagros de los que solo es capaz la literatura.
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Hernán Ronsino
Lumbre


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