martes, 10 de diciembre de 2013

Nota en "El País" a Ramón Andrés (autor del "Diccionario de música, mitología, magia y religión" -Acantilado-).

Ramón Andrés: “España es un país de brutalidad”

El ensayista, poeta y aforista inclasificable publica ‘El luthier de Delft’ y defiende el silencio como antídoto al pandemonio de la actualidad


El ensayista Ramón Andrés, en Barcelona. / consuelo bautista

El lugar de trabajo de Ramón Andrés (Pamplona, 1955) hace justicia a uno de los temas centrales de su obra: el silencio. En la celda de un viejo convento del barrio barcelonés de Gracia, hoy reconvertido en centro para jóvenes artistas y modernos artesanos, se entrega una de las voces más inimitables de la ensayística española contemporánea a tareas tan ambiciosas como su reciente Diccionario de música, mitología, magia y religión (Acantilado, 2012). 1.750 páginas de sabiduría transversal, directa y sin alardes; una de esas empresas que parecen lejos del alcance del empeño de un solo hombre.
El escritor, notable poeta y aforista, se encarga cada día al alba de la limpieza del patio común, lugar de quietud elegido para las fotos y la entrevista, celebrada esa mañana en la que el verano pareció definitivamente cosa del pasado. La charla, solo interrumpida por el sobrevuelo de los aviones, resultó tan pausada, concisa y desprovista de estridencias como su prosa, de la que recientemente ha llegado a las librerías otra brillante demostración: El luthier de Delft, una indagación en el Siglo de Oro holandés alentada por la figura de Spinoza.
“Para mí”, explicó el autor, “se trata de un filósofo central”. “Lo he estudiado mucho, al punto de que casi representa un estilo de vida ideal. Ese equilibrio, ese no desgarro me interesa enormemente. Propone algo tan revolucionario como colocarse en el lugar de un espectador ecuánime”.
El volumen parte de la contemplación distanciada de un cuadro de Carel Fabritius, “alumno de Rembrandt y uno de los faros de Vermeer”, titulado Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales. El artesano que, abstraído, espera la llegada de un cliente da pie a Andrés a una reflexión sobre asuntos como el arte y la ciencia de aquel tiempo o la misma naturaleza del trabajo. “Entonces se asimilaba a la idea del oficio, lo que uno aprende con un fin, pero hoy solo se contempla como algo opuesto a la desocupación”. Con fluido eclecticismo, el autor viaja de las composiciones de Sweelink a los avances en la óptica; de la relación entre el perfeccionamiento de los instrumentos musicales y el florecimiento del comercio neerlandés con ultramar, de donde llegaban las mejores maderas, al papel de mujeres y judíos en todo ello.

El relato transcurre sin esfuerzo por el cauce de la erudición, pese a que el autor desconfía de quienes enarbolan esa bandera. “La figura del erudito no me convence, parece un entomólogo que pincha sus saberes con un alfiler. Y yo creo que el saber debe estar vivo, dado que es un alegato contra la muerte”.
A menudo tomado como musicólogo por error, Andrés lleva entregado dos décadas a erigir un refinado edificio intelectual que rehúye los tópicos. La opción ensayística fue su forma de continuar “pensando la música, un camino solitario de mucho sacrificio”, una vez tomada la decisión de pasar la página de una carrera de casi 10 años como cantante profesional de repertorio antiguo. “Viajar no iba conmigo”, se excusa. “Soy más bien sedentario”. También podría definirse como firme creyente en las bondades del silencio, en estos tiempos en los que el ruido trascendió por obra y gracia de la metonimia al incordio del exceso de decibelios para definir la sobredosis de información que nos asedia cada día. Al silencio consagró una de sus obras más afinadas: No sufrir compañía, ensayo que vino a confirmar su “talento para titular”, alabado por Antonio Muñoz Molina, uno de sus fieles lectores.

Varias caras

Mucha de la obra ensayística de Ramón Andrés está en Acantilado, también El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza.
Andrés fue miembro fundador de la revista Archipiélago y también ha desarrollado una interesante labor como poeta y aforista (Los extremos).
“El silencio es una cuestión interior, un estado mental”, opina Andrés. “El problema es que el silencio no es productivo, y cuestiona. Por eso no se fomenta. La sociedad laica no ha conseguido espacios de silencio, hacemos demasiado ruido. El silencio ha quedado relegado a lo religioso, a lo sacro. No debería ser así. Y eso es otra derrota de la sociedad civil”.
Luego, cuando la conversación continúe en un moderadamente ruidoso restaurante cercano, asomarán sus vivencias consagradas a la búsqueda de la quietud durante más de tres décadas de “extranjero” en Barcelona. Aquí llegó de joven, cuando los negocios de su padre, “incorregible wagneriano”, provocaron la mudanza de la familia desde Navarra, en cuyos valles aún busca refugio para trabajar. Aquella ciudad condal en plena ebullición cultural y social parece hoy un lugar empeñado en huir hacia delante para ser otra cosa. Y la contemplación de este y otros temas de la enconada actualidad española han acabado por instalar a Andrés en cierto pesimismo. “Basta de engaños. El mundo en el que vivimos me parece fruto de una enorme confusión, de un gran malentendido por parte de todos. Antes pensaba que estábamos en manos de locos, ahora estoy convencido de que nos gobierna gente muy vulgar. España no tiene solución. Es un país de brutalidad. Seguimos formando parte de una terrible pintura negra. Pensar lo contrario sería pueril. Tome por ejemplo el sistema educativo; está pensado para generar autómatas. Crecen sin rebeldía, pero con violencia. Nietzsche hablaba de la cría de hombres. Así ha acabado siendo, una enorme factoría de hacer hombres iguales”.
Centrado en el estudio del pasado (notables son sus moderaos éxitos de ventas sobre el origen de la música en la cultura o sobre la vida de Bach a través de la biblioteca que dejó este a su muerte), pide Andrés que no se confundan sus ideas con una inútil resistencia al progreso. “Lo que hoy se entiende por tal, no es sino barbarie”, opina. “El progreso es perfeccionar el pensamiento y el sentimiento ético. Producir cosas inútiles en el menor tiempo no es progresar. Se ha perdido la capacidad de pensar el pasado, y lo peor, de pensar el presente. Eso es gravísimo, porque estamos siempre en función del futuro. El presente es un desecho, una dimensión de segundo orden. Todo está en función del futuro, y el futuro es la muerte”.
En la agenda del suyo figuran proyectos como la reedición de un ensayo acerca de la historia del suicidio o una incursión en la contemporaneidad a partir de productos culturales de este, nuestro tiempo.
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