jueves, 13 de febrero de 2014

"Informe sobre ectoplasma animal" de Roque Larraquy y Diego Ontivero (Eterna Cadencia). Nota en La Nación.

Cuando me muera quiero que me toquen una polca

¿Existe algo así como la pasión por la literatura? ¿Y quiénes serían esos sujetos amorosos? ¿Los cinco o diez mil lectores que con sus caprichos mantienen vivos los catálogos de las medianas y pequeñas editoriales? ¿El más reducido círculo de críticos, editores y profesores que sobreviven como pueden multiplicando los panes y el vino que ofrecen los exiguos mercados académicos y periodísticos? ¿O aquellos que prefieren dejarse llevar por el color de las tapas y las fotos de autor, que desconocen las modas literarias y compran siguiendo los designios de columnistas radiales y televisivos (oh, almas bellas recomendadoras de libros) que no se preocupan por maquillar su ecuménica ignorancia? La respuesta es: los rusos. A los únicos a los que les interesa verdadera y profundamente la literatura es a los rusos. Todos los demás somos aficionados, grises y tibios lectores que invertimos en la lectura apenas nuestro tiempo de ocio excedente.

Quebrando una regla implícita de la industria editorial que recomienda no publicar libros en enero, el sello Eterna Cadencia distribuyó hace unos días la segunda novela de Larraquy
Si bien todavía no se conocen los nombres de los polemistas, sabemos por las agencias de noticias que en la noche del 20 de enero un ex profesor de literatura amante de la poesía mató a puñaladas a su compañero de copas después de que le escuchara desafiar "la única literatura verdadera está escrita en prosa". Sucedió en la localidad de Irbit, fundada en 1631 en los Urales, y de unos 38 mil habitantes. Los escépticos de siempre aseguran que al momento de la discusión los hombres iban muy borrachos. Nosotros sabemos que el alcohol derribó la última resistencia de un dique de pasión y rencor que tarde o temprano hubiera desbordado igual. La víctima tenía 67 años y lo imaginamos ascendiendo a un cielo poblado por los espíritus de Tolstoi, Chejov y Dostoievsky. Al más apasionado de los lectores de poesía, de 53, capturado días después mientras se escondía de la Policía, lo podemos ver ahora en su celda a la espera del juicio, con todo el tiempo por delante para leer y memorizar los versos de Maiakovski, Simonov, Yesenin y Tsvetáyeva.
Larraquy tardó siete años en escribir su primer libro, de ciento cincuenta páginas, y pasaron otros tres hasta la aparición de este segundo, que tiene la mitad
En la Argentina, donde ese tipo de pasiones se tramitan por lo general en canchas de fútbol, recitales de rock o durante fugaces encontronazos de bandas políticas rivales, solemos sublimar el asesinato por motivos literarios: son los árboles los que mueren para producir libros de autores a quienes muchas veces desearíamos estrangular. Precisamente es la muerte (y cierto tipo de espíritus) y lo que imaginamos que hay o vendrá después de ella, lo que persiste entre el primer y el segundo libro de Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975), un escritor que veríamos exonerado durante un juicio literario gracias al extrañamiento y la novedad que aportan sus novelas. Allá por el 2011, Larraquy publicó La comemadre: un libro compuesto por dos relatos en los que se daba cuenta, con una prosa seca, casi de registro, de algunos experimentos (¿imaginarios?) brutales en los campos de la medicina y el arte. Aquellas historias, que llamaron rápidamente la atención de la crítica, evidenciaban las huellas que las vanguardias (científicas y artísticas) son capaces de dejar sobre el cuerpo humano, catalizadas por ideas tan delirantes como el progreso y el amor.
Quebrando una regla implícita de la industria editorial que recomienda no publicar libros en enero, el sello Eterna Cadencia distribuyó hace unos días la segunda novela de Larraquy, aunque habría que encontrar una palabra más adecuada para este pequeño libro ilustrado por Diego Ontivero y que lleva por título Informe sobre ectoplasma animal. Aquí aparecen otra vez personajes excéntricos y prácticas tan fascinantes como aberrantes, que se dejan leer con morboso regocijo. También está el tono de informe o relevamiento experimental, en este caso abocado a narrar la historia, en la Buenos Aires de principios de siglo XX, de una ciencia imaginaria denominada ectografía. Su fundador, Severo Solpe, y sus enemistados discípulos, Julio Heiss y Martín Rubens, se dedican a fotografiar espectros y ectoplasmas. "Llamamos espectro a un tipo de residuo matérico inscripto en éter que el animal deja tras de sí cuando muere. Del espectro registramos su ectoplasma, que surge por sustracción eléctrica del cuerpo del ectografista", explica Solpe en el libro. Así, primero asistimos a una serie de casos de ectoplasmas registrados (perros, gatos, víboras, sapos, monos, pollos y caballos muertos violentamente) por los miembros de la Sociedad Ectográfica Argentina, que funciona en un tenebroso edificio de la Avenida de Mayo, y de a poco vamos descubriendo la breve historia de esta disciplina, que al parecer desapareció décadas atrás sin dejar rastro.
Larraquy tardó siete años en escribir su primer libro, de ciento cincuenta páginas, y pasaron otros tres hasta la aparición de este segundo, que tiene la mitad. No sabemos cuánto demorará en publicar el próximo, pero intuimos que habrá un tercero y un cuarto, porque en lo que hasta ahora dejó ver de su trabajo se advierte la idea de un proyecto literario. Un proyecto difícil de definir, para el que términos como cuento, novela o poesía son insuficientes. Lamentablemente no podemos saber qué pensarían de la necesidad de nuevas categorías literarias nuestros extremos amigos rusos: si pedirían otra ronda de vodka para pensarlo, o echarían mano presta a los cuchillos..

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