Hace unas semanas, un joven y prestigioso
columnista cultural del diario La Nación (en su versión online)
destacaba el catálogo de la editorial argentina La Bestia Equilátera.
Somos muchos los que admiramos el trabajo que allí se viene llevando a
cabo, en particular –aunque no solamente– el fondo de autores
anglosajones que han publicado. En cambio, menos reparamos todavía en
que, del otro lado del Atlántico, hay otras editoriales –pequeñas
editoriales españolas– que también vienen publicando notables libros en
direcciones relativamente cercanas. Muchos de ellos –de editoriales como
Alpha Decay, Errata Naturae o Periférica– desde hace un tiempo se
consiguen con sencilla facilidad en las librerías porteñas, lo que es
una buena noticia para cualquier buen lector. No me animaría a decir que
una de esas editoriales –Periférica– funciona como álter ego de La
Bestia Equilátera, pero sí que también ha publicado muy buenos libros
del dominio anglosajón (ése es el único punto en común entre ambas
editoriales. Por lo demás, a diferencia de La Bestia, Periférica apuesta
por jóvenes autores en castellano –Carlos Pardo, Carlos Labbe, Yuri
Herrera–, tiene una colección de ensayo literario y otra de cómics y sus
traducciones están más repartidas entre lenguas: además del inglés, hay
mucho italiano, alemán, e incluso rumano). He leído extraordinarias
novelas traducidas del inglés en Periférica, como En Grand Central
Station me senté y lloré, de Elizabeth Smart. Pues hoy es turno de
ocuparme de La librería ambulante, de Christopher Morley, publicada
originalmente bajo el título menos seductor de Parnassus on Wheels, en
Estados Unidos en 1917. La contratapa define el texto como “lleno de
encanto”, y efectivamente lo está. La historia es sencilla y a la vez
perfecta: en una granja perdida, viven dos hermanos (mujer y varón). A
él, de golpe, se le da por escribir un libro y se vuelve una celebridad.
Ella no soporta la situación, porque ve al hermano alejarse cada vez
más del mantenimiento de la granja. Mientras las editoriales compiten
por publicar su siguiente libro, llega a la casa un vendedor de libros
ambulante (en un carro llamado Parnaso, de ahí el título original del
libro) dispuesto a venderle el negocio al escritor. Pero él en ese
momento no está, y la hermana, sólo para evitar que el hermano caiga en
la tentación de abandonar la granja, decide comprarlo. A partir de ahí,
se dispara una falsa road movie, en la que inesperadamente ella sale de
gira con la librería ambulante, cae enamorada de quien se la vendió, que
por un malentendido está preso; logra liberarlo, se casan y se van
juntos con la librería a Brooklyn. Pero además de como una gran historia
de amor (y de amor por la literatura), la novela puede leerse como una
reflexión solapada sobre el estado del capitalismo norteamericano de
principios del siglo XX: su fase de expansión. Es la novela sobre el
mercado literario naciente, sobre los bancos funcionando a pleno (¡en
medio del campo le compra el Parnaso con un cheque de 400 dólares!),
sobre las líneas de teléfono cada vez más rápidas. A diferencia de
Bartleby, escrita sesenta años antes y ambientada en Wall Street, La
librería ambulante es absolutamente optimista. Leída hoy, no deja de ser
melancólica y casi apocalíptica: la ilusión por lo que no fue, y nunca
podría haber sido.
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