El color de lo dicho
Elogiado por John Updike y Norman
Mailer, dueño de una obra originalísima en la que se funden el diario,
el ensayo y la narrativa, PERFIL dialogó con el poeta y novelista
estadounidense Alexander Theroux, quien publica su primer libro en
castellano en la Argentina de mano de La Bestia Equilátera.
Por
Matias Serra Bradford |
16/11/2013 | 20:28
Se da a conocer a
uno de los novelistas más singulares de las últimas décadas en lengua
inglesa por medio de un libro de ensayos. No debería resultar extraño ni
absurdo. Alexander Theroux es un narrador y un ensayista igualmente
notable, impredecible, y en el medio de una de sus ficciones es capaz de
intercalar un estudio entero sobre el vicio, la misoginia o el sentido
del oído. Lo absurdo y extraño es que su obra –admirada por Anthony
Burgess, Robertson Davies y John Updike– tarde tanto en hacer en el
mundo exterior lo que ya hizo puertas adentro: tender tentáculos en
todas las direcciones. Cada libro de Theroux es distinto del anterior, y
cada uno desplaza los límites de la novela, del ensayo o de la crónica
de viajes. No obstante, como su héroe Thoreau, el autor de Los colores
primarios no desdeña el repliegue. De joven pasó varias temporadas en un
monasterio trapense.
De lo religioso no se ha alejado nunca. En un recorrido tan
enciclopédico como afable por los colores más puros, Theroux le recuerda
al lector que el rojo es castidad y martirio, expiación. El rojo es
salsa de tabasco, un viejo colectivo inglés, el dragón apocalíptico, el
amor, los cardenales de la Iglesia. El amarillo significa el nimbo de
los santos, la llama de una vela, la cobardía, la miel, la orina. El
azul, apunta Theroux, es el color más raro de la naturaleza, el único
que puede estar tan cerca de la luz como de la oscuridad. Sobre el azul
que aplica Raoul Dufy en algunos de sus cuadros, comenta: “Para tomar
prestada una frase de la teología medieval, no es un color sino un
misterio”. La cascada de referencias y la mera cantidad de nombres
aludidos no impide que Los colores primarios adquiera una velocidad, una
ligereza y una gracia excepcionales.
Theroux también les dedicó un volumen demencialmente exhaustivo a los
colores secundarios. Allí dice del naranja que tiene “un encanto
imposible de analizar, que con frecuencia se les niega a otros colores”.
Del púrpura sostiene que es un color “severo, a veces histriónicamente
piadoso”. Y añade: “Como monaguillo, recuerdo estar viendo una plétora
de lenguas púrpuras”. El verde, en cambio, es según él “un mensajero que
se anuncia a sí mismo”.
Estos ensayos fueron investigados, montados y publicados antes de la
existencia de los actuales –perversamente serviciales– buscadores de
internet. Sólo pudieron hacerlos posibles una curiosidad y una tenacidad
como las de Theroux, similares a las de Darconville y Eugene Eyestones,
protagonistas de sus novelas Darconville’s Cat y Laura Warholic, or The
Sexual Intellectual. Pero no se leen como despliegues de erudición
espuria sino como frutos de una manía irrefrenable y contagiosa. Para el
personaje principal de Laura Warholic, “el conocimiento es en buena
parte una esperanza, una forma de plegaria… Adquirir e impartir
información era para él un aspecto de la contemplación”.
Los colores primarios está escrito con el espíritu y la devoción de
quien se ha pasado la vida garabateando en cuadernos. Ha habido otras
maneras en que los colores insistieron en permanecer cerca de Theroux.
Su esposa es la pintora Sarah Son. El protagonista de su novela An
Adultery es un pintor. Ha escrito sobre el incomparable ilustrador
Edward Gorey y sobre el dibujante Al Capp. Al final de una estadía en
Estonia que terminaría hallando forma de libro, Alexander Theroux admite
algo que transmite la volatilidad y la particularidad de un color
entrevisto: “Confieso que siempre adoraré aquello que no va a dejarse
ver una segunda vez”.
—Sus libros están solapada y abiertamente conectados. Uno se anticipa o
anuncia a otro, o retoma una vieja obsesión. Por poner algunos casos: en
su primera novela, “Three Wogs”, se discute de colores y en una escena
aparece un estonio. El pintor y profesor de “An Adultery” les pregunta a
sus alumnos: “¿cuáles son los colores que ven cuando entrecierran los
ojos?”, y siete años después usted respondió a esa pregunta y a muchas
otras en “Los colores primarios”.
—Sí, las obsesiones han estado siempre unidas a mis rezos nocturnos, y
me temo que sin duda los han complicado. Pero no es que yo haya podido
elegirlas. A veces irrumpen con una especie de persistencia que me
convence de que estoy siendo presionado. Los temas recurrentes siempre
han vivido en mi cabeza. Si miro para atrás, tiendo a sospechar que
estaba listo para hablar de esas mismas cosas, de algún modo u otro, en
cuarto, quinto o sexto grado.
—Un elemento que conecta toda su obra es su arborescencia léxica, la
opulencia de su lenguaje, digámoslo así, tan presente en su ficción como
en sus ensayos.
—Y estoy seguro de que en mi poesía también. Estoy definitivamente del
lado de las plantas ornamentales. Un sauce tirabuzón, un árbol de Judas,
una glicina china, azul, de follaje impetuoso. No puedo negar que adoro
el lenguaje, la magia que ofrece. Las palabras mismas, como los postes y
las vigas de un granero, permiten una estructura, y me sorprende que
tantos escritores no aprovechen los materiales a mano.
—En cierto modo, uno podría leer “Los colores primarios” y “Los colores
secundarios” como una historia cubista de la literatura, vista desde un
ángulo original, más anárquico, más democrático, con referencias a
novelas y poemas conocidos o desconocidos, a las historietas y al rock…
—Honestamente, empecé esos libros con inocencia y con cierto sentido de
reverencia, como un ejemplo de la grandeza de Dios, fascinado como
estaba por la abundancia, la multiplicidad de los colores, y por dónde y
cuándo y de qué manera asombrosa aparecen en el mundo. Son libros de
alabanza, si uno los ve de cerca –la gloria iridiscente del rojo, el
verde, el azul, el amarillo–, aunque haya escrito también acerca de las
connotaciones negativas de los colores, de los innumerables significados
que les hemos atribuido.
—Usted dice que el amarillo tiene mil significados, pero de acuerdo con
sus exploraciones lo cierto es que todos los colores primarios y
secundarios parecen tenerlos, ¿no?
—Es verdad. Pienso algo nuevo acerca de los colores casi todos los días y
me sorprendo escribiendo más oraciones acerca de ellos en mi cabeza.
Dicen, por ejemplo, que los bebés lloran más en habitaciones pintadas de
amarillo.
—Es interesante que no haya recurrido tanto a ejemplos de colores tal
como han sido utilizados en el arte; la mayoría de los ejemplos
provienen de la literatura, es decir de aquellos colores que han debido
ser imaginados…
—Tengo un manuscrito terminado acerca del color negro y otro acerca del
blanco, y allí les presto la debida atención a la pintura y al arte.
¿Son colores el blanco y el negro? Muchos críticos insisten en que no.
Pero ninguna editorial se ha interesado por estos libros, tal vez son
demasiado enciclopédicos, demasiado similares a la Anatomía de la
melancolía de Burton. No es ésta una gran época para lectores cultos. El
estilo elevado desanima a muchos editores y agentes pusilánimes de la
actualidad. Esta es la era del texteo y del tuiteo, ¿no es cierto?
—“Púrpura se dice lilla en el idioma estonio”, escribió en “Los colores
secundarios”. Quince años más tarde viajó a Estonia y escribió una
crónica en la que intentó captar la elusiva peculiaridad de un lugar,
como en otras instancias intentó hacerlo con un color extraño o un
personaje irrepetible…
—Quise escribir un libro perspicaz sobre Estonia porque es un lugar
fascinante, aunque no sea un país “divertido”. Está lleno de ironías,
anomalías e incongruencias. Quise escribir un libro que fuera
entretenido y a la vez informativo, dos cosas que no se excluyen
mutuamente. Buena parte del libro es satírica, con un humor afable pero
mordaz. No es un ataque a un país, tampoco es un tratado para zoquetes
que se toman demasiado en serio. ¿Por qué la gente espera que alguien
que viaja al extranjero escriba una crónica jubilosa? Al menos los
reseñistas así lo pretenden.
—“Estonia” es también un libro sobre el lenguaje, sobre lo traducible.
Son cuestiones que retoma en su último libro, “The Grammar of Rock”. En
ambos, los momentos de incomprensión y las diatribas furiosas contra el
mal uso del lenguaje ocasionan los pasajes más potentes y más
hilarantes. En “The Grammar of Rock” confiesa que lo cautivan las letras
mal oídas. Uno tiene la impresión de que tanto para las letras como
para los colores usted tiende a ahondar en el modo en que se deslizan
levemente de lugar y se descentran, para decirlo de alguna manera.
—Apenas les prestamos atención a las letras de las canciones, que pueden
ser una forma de lectura. No es un problema importante en la vida, pero
está involucrada la cognición y esto está relacionado con todo.
—“Estoy convencido de que hasta cierto punto escribir sobre música es en
cierto sentido como danzar a partir de la arquitectura.” ¿Diría lo
mismo acerca de escribir sobre arte? ¿Es ésa la razón por la que eligió
un ángulo tan poco convencional para redactar sus libros sobre los
colores?
—Es más bien acerca de transmitir conocimiento de un modo colorido, si
me permite la expresión, un aspecto de la enseñanza. El ángulo no
convencional de estos libros sobre los colores me pareció el más justo,
haciendo pasar toda la información de una manera poética, porque como
puede ver todo es una cuestión de improvisación, se trata menos de
ensayos que de solos de jazz. La gente olvida que la escritura tiene
algo del mundo del espectáculo, como el de la enseñanza. Mis profesores
favoritos fueron una fuente de conocimiento, pero también entretenían,
entretenían nuestras mentes, y te llegaban con sus anécdotas, su
ingenio, su estilo.
—El pintor y profesor de “An Adultery” comenta de su método que “mis
modos en clase eran habitualmente informales y de una despreocupación
alerta”. ¿Qué aspecto o aspectos de la literatura halló posible enseñar?
—Una pregunta importante. Aunque suene didáctico, siempre intenté
subrayarles a mis estudiantes que la literatura refleja la vida, que es
real, que debería elevarte, inquietarte, que importa. Ningún verdadero
lector de Los hermanos Karamazov o La guerra y la paz o Ulises o Moby
Dick o Grandes esperanzas puede ser otra vez la misma persona que era
antes de esa experiencia. Uno no puede conmoverse y seguir siendo el
mismo. Esos libros no sirven para nada si uno sigue caminando con la
misma luz tenue que tenía antes. Intenté enseñar eso como una verdad
central. No hay nada que no importe cuando se sabe eso.
—Como la de sus maestros Browne, Corvo y Firbank, su obra ha oscilado
entre lo decorativo y lo vital. En una oportunidad usted escribió que
“el artista, al contrario que el apostador de Pushkin, debe estar
preparado para sacrificar lo necesario con la esperanza de obtener lo
superfluo”. Lo bien escrito, y ni hablar de algo extraordinariamente
bien escrito –está autorizado a inferir que hablo de sus libros–, no se
lee como superfluo sino como necesario. Aunque no pierda en absoluto la
ligereza de su modo, hay una especie de inevitabilidad y de autoridad en
algo bellamente dicho, ¿no cree?
—El propósito de la vida es intentar encontrar su significado. Lleva más
de una vida, desde luego, pero una vida es todo lo que nos ha sido
dado. En esa pesquisa uno debe ser audaz. Aquello que buscamos es lo que
poseemos; uno encuentra buscando. Se consigue estando realmente vivos,
por medio del estudio, la lectura, los viajes, la plegaria, la
reflexión, los museos, la música, los sueños, la meditación, la
conversación, la fe y la esperanza y, por supuesto, el contacto humano.
La literatura es una gran llave.
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