jueves, 26 de diciembre de 2013

Mi libro enterrado, de Mauro Libertella (Mansalva) y Subrayados, de María Moreno (Mardulce), entre los más recomendados del 2013 según Télam.





LOS LIBROS DEL AÑO
Mauro Libertella, Sergio Chejfec y Maria Moreno, en el top ten.

Escritores, editores y periodistas convocados por esta agencia, dieron su parecer sobre los que a su juicio consideran son los libros del 2013: sobresalen las editoriales independientes y tres títulos, Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, Modo linterna, de Sergio Chejfec, y Subrayados, de María Moreno.

 El primero, publicado por la casa Mansalva. El segundo, por la editorial Entropía. El tercero, por las ediciones Mar Dulce. Tres muestras de una literatura que se renueva, que recrea tópicos, que no hace guiños, que no busca complicidad y a la que le interesa menos el reconocimiento que el valor de verdad.
 NOTA COMPLETA

lunes, 23 de diciembre de 2013

La máquina de pensar en Mario (Eterna Cadencia). Ensayos sobre la obra de Levrero. Selección y prólogo de Ezequiel de Rosso.

 
   • Eterna Cadencia Editora presenta el primer volumen de textos críticos sobre la obra del gran escritor uruguayo Mario Levrero a cargo de importantes figuras de la crítica rioplatense. Sorprendentemente, no había hasta la fecha un volumen que analizara todas las facetas de su obra: la novelística y cuentística, la escritura autobiográfica, sus incursiones en el género policial y la historieta.

• Prologados y seleccionados por Ezequiel de Rosso, esta compilación ofrece artículos dedicados a todas las facetas de su obra y escritos por los críticos Roberto Echavarren, Reinaldo Laddaga, Adriana Astutti, Sergio Chejfec, Luciana Martínez, Oscar Steimberg, Martín Kohan, Pablo Rocca, Juan Carlos Mondragón, Hugo Verani, Pablo Fuentes, José Pedro Díaz y Elvio E. Gandolfo.

• Un volumen fundamental para los estudios de literatura latinoamericana contemporánea.

272 págs.
ISBN 978-987-1673-98-8
14 x 22 cm.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Para éstas fiestas...


 Los Beatles como músicos de Walter Everett. Traducción de Mónica Herrero

 •Un texto fundamental para entender el fenómeno de los Beatles a partir de su evolución como compositores. Los Beatles como músicos expone gran material documental y teórico para entender el fenómeno de una banda que, desde la música popular, realizó aportes fundamentales a la historia de la música universal.
•Walter Everett aborda, desde una perspectiva musicológica, uno de los momentos fundamentales de la historia de la banda a todo nivel: interpretativo y compositivo, el período que va de 1966 a 1970.
•Un trabajo agudo y sin precedentes que analiza las transformaciones del grupo de Liverpool en forma individual y grupal. Indispensable para melómanos.

576 págs.
ISBN 978-987-1673-22-3
15,5 x 23 cm.

Nota en El Mercurio de Chile, sobre "Las noches rusas", de Roberto Echavarren (Editorial La flauta mágica)

jueves, 19 de diciembre de 2013

Beya. Le viste la cara a Dios, de Gabriela Cabezón Cámara (Eterna Cadencia) declarada de interés social.

  Se declaró de interés social de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires a la novela gráfica Beya. Le viste la cara a Dios. De Gabriela Cabezón Cámara e Iñaki Echeverría.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Reseña sobre "Canción de la desconfianza", de Damián Selci (Eterna Cadencia)


Pedagogía política y canon cultural
Reseña sobre Canción de la desconfianza, de Damián Selci
La discusión sobre Canción de la desconfianza
(Eterna Cadencia, 2012), la primera novela de Damián Selci, ha venido en aumento
gracias a numerosos y variados comentarios. En este sentido, no deja
de llamar la atención el hecho de que el libro haya sido asociado a toda
una gama de autores e influencias (Arlt, Marcelo Cohen, Pynchon, Ma
-rechal, O. Lamborghini, la historieta, el punk, etc.): esas referencias
eclécticas revelan hasta qué punto los lectores se hallan ante un hecho
literario inusual.
Esto último ya puede verse en la trama de la novela. Ya desde el principio,
el relato obliga a tomar posición: Styrax, un profesor de bajo, se propone
“secuestrar” junto a un grupo de amigos a un hijo de “Esclarecidos” para
reformarlo a través de una pedagogía extremista. Los “Esclarecidos” son
aquellos que resisten toda captación del conflicto, identificados con el
gesto intelectual de la relativización crítica y la indefinición política. La
cosmovisión paranoica de la célula integrada por el protagonista y sus
amigos viene entonces a dividir las aguas: el mundo burgués del con
-senso liberal-democrático, frente a un grupúsculo de amigos marginales,
contrarios a ese orden. Como bien puede intuirse, este planteo narrativo
no es ajeno a las divisiones políticas y sociales instaladas en el país desde
2008 en adelante. 

martes, 17 de diciembre de 2013

Nota en Página/12 sobre "Mi perdición" de Alfred Haynes (La Bestia Equilátera)

LITERATURA › MI PERDICION, EXTRAORDINARIA NOVELA DE ALFRED HAYES (1911-1985)

Con la piel curtida por la crueldad

La tercera novela de este escritor nacido en Inglaterra y criado en Nueva York que publica La Bestia Equilátera es, como las anteriores, otra pequeña obra maestra periférica del canon estadounidense.
› Por Silvina Friera
La inminencia del derrumbe, la herida fatal del hombre engañado que sólo puede escapar del presente para encontrar, a cada paso, los vestigios del pasado. “La huida era lo único que me daba seguridad. Si paraba, me pondría a aullar. Sabía que no tenía que parar. Llevaba aquello en las tripas”, dice Asher, un guionista que abandona Hollywood después de ser espectador de una escena que él no escribió, pero que esperaba con el espanto de lo que se presiente: su esposa en brazos de un compañero de tenis. “En el suelo al otro lado de la ventana con la música inaudible estiró la mano bajo el pulóver suave y le desprendió el corpiño. Yo no había aullado. Había corrido. Estaba acabado.” La única ventaja de este hombre terminado –que, conviene aclarar, tiene unos cincuenta años a mediados de la década del ’60– es el dinero que le queda de los años de abundancia; es más fácil perderse, intentar evaporarse, cuando se dispone de ahorros. La fuga y el regreso a Nueva York son las dos caras de una misma condena. Asher está condenado a ser una ficción de sí mismo, a un bienestar falso, a un éxito de mentira. Mi perdición, de Alfred Hayes, la tercera novela de este escritor nacido en Inglaterra y criado en Nueva York, que se publica en el país por La Bestia Equilátera, es –como las anteriores, Los enamorados y Que el mundo me conozca– otra pequeña obra maestra periférica del canon norteamericano de un autor que hubiera continuado perdido en ese gran agujero negro del desconocimiento, al menos por estos pagos, si no fuera por la agudeza y persistencia editora de Luis Chitarroni y el notable trabajo de traducción de Martín Schifino.
Una certera política editorial permite que ciertos escritores tengan la posibilidad de otra vida: la oportunidad de ser póstumos. Este sería el “caso” o el fenómeno que ha suscitado Hayes (1911-1985), autor de novelas y relatos cuya voz, en sintonía con la de Raymond Chandler –otro inglés trasplantado a los Estados Unidos–, es inconfundiblemente norteamericana. Apenas tenía tres años cuando llegó a Nueva York. Después de una misión militar en Italia, durante la Segunda Guerra Mundial, vivió un tiempo en Roma y empezó a colaborar como guionista de cine con los maestros del neorrealismo, Roberto Rossellini y Vittorio De Sica. Luego escribiría para Hollywood y directores de la talla de Fritz Lang y Nicholas Ray. Entre los libros que publicó, aún no traducidos al castellano, están las novelas The Girl on the Via Flaminia (1949) y Shadow of Heaven (1947), y los relatos The Temptations of Don Volpi (1960). Mi perdición –The End of Me–, editada por primera vez en 1968, introduce, a modo de epígrafe, un breve fragmento de Wallace Stevens: “Un hombre sentado a la mesa/ Sostiene un libro que nunca has escrito/ Mirando las secreciones de palabras/ Mientras se revelan”. Asher, el hombre acabado que se está volviendo viejo, encuentra una habitación de hotel, una especie de cueva bien amueblada, frente a Central Park. Hayes –se advierte en la contratapa de esta novela– es un “genio incomparable de la captura del instante, del fuego de la intensidad y del veredicto de la decadencia inmediata”. ¿Por qué no se puede parar de leerlo? ¿Cómo explicar la adicción que generan sus historias? Quizás haya un modo de auscultar, con una maestría inaudita, casi imposible, las sombras y oscuridades de los sentimientos, con el amor y el deterioro inexorable del paso del tiempo a la cabeza. Pero hay algo más: algo que quema; una palabra nunca dicha de tanto balbuceada, como si las palabras siempre dijeran “otras cosas” y nos quedaran sólo las cenizas de preguntas sin respuestas: “¿Por dónde empezaba uno cuando ya no quedaba claro cómo había llegado adonde se encontraba ahora? ¿Y eso era culpa de qué locura? ¿De qué insignificantes rendiciones? ¿De qué dejadez?”, se interroga Asher; lucubraciones amortiguadas por el valor de mínimas certezas: el hecho de que el sol saldría a las 7.06 clavadas, “como sobre un campo de batalla”.
La voz de Asher tiene el ritmo de una forma que persigue la lucidez de la mirada que se hunde, la del cuchillo que se afila y se clava en el ángulo. “Me dirigí hacia lo que había sido la Sexta Avenida y ahora era Avenida de las Américas. Caminaría lento, pensé, y dejaría que la ciudad saliera a mi encuentro lentamente. Pero Nueva York no sale a tu encuentro lentamente. No es un paisaje. Sale a tu encuentro de golpe. Existe de manera constante en la periferia de tu visión. Casi siempre, en el borde de lo que estás viendo ves algo que aún no has visto.” La política puede escucharse como el rumor del tiempo en una obra. La vieja cantina que él conocía ahora es un local renovado. “En mi ausencia, en mi exilio, cuando yo también llevaba tiempo lejos, aquel lugar de extensión infinita, el lugar que yo recordaba, había sido renovado. Al menos tres veces.” El cuestionamiento a la prensa gráfica de esa época está narrado de un modo oblicuo. “Al día siguiente el sol saldría a las 7.06. Era el único dato inequívoco del diario”, plantea Asher. “El país experimentaba, además de guerras, escándalos y crímenes, lluvias costeras y nevadas de montañas”. Clima y política se despliegan a la manera de una música de fondo. Una hoja con membrete del hotel le sirve al “viejo” guionista para inventariar a los amigos muertos. “De pronto me di cuenta de que no había habido últimas palabras. No sabía qué había dicho ninguno de ellos, si es que habían dicho algo, justo antes de morir. Al parecer, mis amigos, mi generación, morían de forma inesperada y en silencio... Y no hubo discursos en ningún lecho de muerte. Nada memorable tuvo lugar.”
Cuando el hundimiento parece irremediable, la aparición de Michael y Aurora, dos jóvenes embusteros que tejerán pacientemente la red de una trampa, impone una pausa en la caída. Michael es un poeta que –según observa Asher– tiene treinta años para llegar adonde estaba el guionista en desgracia, ese callejón sin salida para el que no existía manual alguno. “Qué molestos eran: los jóvenes desa-fiantes y ambiciosos. Con sus cautelosas miradas fijas y pardas. Sus malditas muñecas delgadas. Sus golpes a la puerta medio reacios. ¡Déjenme entrar! ¿En qué? Traición. Puterío. Fracaso”, enumera este protagonista del desencanto que mete el dedo en la llaga de menudas hipocresías. Cuando tiene que comentar la (mala) impresión que le causaron los poemas “pornográficos” de Michael, elige la fórmula “muy interesante” mientras trata de salir de ese atolladero de torpes expectativas. “Y ahí estaba: la mentira política –reflexiona–. No era necesario decir que no me había quedado boquiabierto. ‘Interesante’ era una palabra amable y neutral. Era una de esas palabras que siempre pueden usarse para ocultar hostilidad.” En el momento en que comprende el tenor del juego que jugó, Hayes narra ese final con la elegancia de quien dispone de una piel curtida por la crueldad. Como un herido de muerte, humillado hasta la náusea, nunca podrá aullar.

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lunes, 16 de diciembre de 2013

Canasta literaria navideña

 

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miércoles, 11 de diciembre de 2013

Reseña por Damián Tabarosky de "Genios destrozados. Vidas de artistas" de Daniel Guebel (Eterna Cadencia).

Ganas de leer

Por Damián Tabarovsky 

Ah, disculpen, un minutito, por favor, ahora no puedo, ya arranco… ¿Un cheque? ¿Pero cómo podés pensar eso de mí?... Excusen este comienzo errático: estaba a punto de empezar a escribir esta columna cuando sonó el teléfono. Era un amigo íntimo al que le dije que esta semana, como las dos anteriores, pensaba escribir sobre un libro recién publicado por Eterna Cadencia, y me trató de vendido; insinuó que recibo dinero o prebendas o algo a cambio de mis notas. Eso me resulta doblemente indigno: primero, porque ese tipo de costumbres ocurren en las otras ramas del periodismo, pero nunca jamás en el periodismo cultural. La segunda y principal, porque me conoce de toda la vida y sabe que no me vendo… ¡sino que me regalo! ¡Lo hago gratis! (O tal vez no: escribo sólo a cambio del exiguo estipendio que recibo domingo a domingo por estar aquí). Ocurrió simplemente que recibí una gacetilla enviada desde la casilla de mail de Eterna Cadencia que anunciaba que esta semana publicarán Genios destrozados. Vidas de artistas, el más reciente libro de Daniel Guebel, y me dieron unas ganas irrefrenables de leerlo ahora mismo.
Por supuesto que todavía no lo he lecho, y ni siquiera lo compré (en la primera semana del mes se me va todo el sueldo pagando cuentas, gastos, deudas, y en las tres semanas siguientes hasta el nuevo cobro sólo logro comprar algún que otro libro de poesía, porque tienen pocas páginas y son más baratos), pero no dudo que alguna de esas dos cosas (comprarlo o leerlo) ocurrirá lo antes posible. Porque lo que me sucede antes, antes del acto de lectura, es el deseo de leer a Guebel.
Daniel Guebel es uno de los pocos escritores de los que espero ansioso la salida de su siguiente libro. No me pasa con muchos, quizás con sólo cinco o seis escritores argentinos, y con un poco de más de diez extranjeros. Leer a Guebel bajo el modo de la expectativa supone disfrutar incluso de aquello que le sale mal. Aun sus libros fallidos (¡recuerdo la época en que quería volverse best-seller escribiendo novelas de autoayuda sentimental!) tienen siempre un momento único, un párrafo perfecto, inolvidable. A veces se mete con temas ininteresantes y donde se nota que toca de oído, como el peronismo. Pero hasta en La carne de Evita hay un cuento (llamado La infección vanguardista) que justifica la lectura de todo el libro. Uno de esos cuentos que convierten a un escritor en un gran escritor. Porque grandes novelas son Los elementales, Matilde, Nina, El perseguido y El terrorista, novela que extrañamente no ha sido reeditada. Guebel pertenece a una generación a la que ya se le están reeditando muchas de sus novelas anteriores. Los casos más significativos son los de Sergio Chejfec y Alan Pauls, a quienes Alfaguara y Anagrama ha reeditado casi sus obras completas. De Matilde Sánchez se reeditó hace no mucho La ingratitud, su primera novela, y de Luis Chitarroni también su primera novela, El carapálida. No se entiende entonces por qué no ocurrió aún con El terrorista. Publicada en 1998, si se la leyese hoy seguramente se descubriría que la novela anticipa el clima de época actual, las discusiones del presente: es una ironía feroz de la estupidez cotidiana del periodismo. ¿De qué tratan los relatos de Genios destrozados? Pronto me enteraré, si es posible hoy mismo.

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martes, 10 de diciembre de 2013

Nota en "El País" a Ramón Andrés (autor del "Diccionario de música, mitología, magia y religión" -Acantilado-).

Ramón Andrés: “España es un país de brutalidad”

El ensayista, poeta y aforista inclasificable publica ‘El luthier de Delft’ y defiende el silencio como antídoto al pandemonio de la actualidad


El ensayista Ramón Andrés, en Barcelona. / consuelo bautista

El lugar de trabajo de Ramón Andrés (Pamplona, 1955) hace justicia a uno de los temas centrales de su obra: el silencio. En la celda de un viejo convento del barrio barcelonés de Gracia, hoy reconvertido en centro para jóvenes artistas y modernos artesanos, se entrega una de las voces más inimitables de la ensayística española contemporánea a tareas tan ambiciosas como su reciente Diccionario de música, mitología, magia y religión (Acantilado, 2012). 1.750 páginas de sabiduría transversal, directa y sin alardes; una de esas empresas que parecen lejos del alcance del empeño de un solo hombre.
El escritor, notable poeta y aforista, se encarga cada día al alba de la limpieza del patio común, lugar de quietud elegido para las fotos y la entrevista, celebrada esa mañana en la que el verano pareció definitivamente cosa del pasado. La charla, solo interrumpida por el sobrevuelo de los aviones, resultó tan pausada, concisa y desprovista de estridencias como su prosa, de la que recientemente ha llegado a las librerías otra brillante demostración: El luthier de Delft, una indagación en el Siglo de Oro holandés alentada por la figura de Spinoza.
“Para mí”, explicó el autor, “se trata de un filósofo central”. “Lo he estudiado mucho, al punto de que casi representa un estilo de vida ideal. Ese equilibrio, ese no desgarro me interesa enormemente. Propone algo tan revolucionario como colocarse en el lugar de un espectador ecuánime”.
El volumen parte de la contemplación distanciada de un cuadro de Carel Fabritius, “alumno de Rembrandt y uno de los faros de Vermeer”, titulado Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales. El artesano que, abstraído, espera la llegada de un cliente da pie a Andrés a una reflexión sobre asuntos como el arte y la ciencia de aquel tiempo o la misma naturaleza del trabajo. “Entonces se asimilaba a la idea del oficio, lo que uno aprende con un fin, pero hoy solo se contempla como algo opuesto a la desocupación”. Con fluido eclecticismo, el autor viaja de las composiciones de Sweelink a los avances en la óptica; de la relación entre el perfeccionamiento de los instrumentos musicales y el florecimiento del comercio neerlandés con ultramar, de donde llegaban las mejores maderas, al papel de mujeres y judíos en todo ello.

El relato transcurre sin esfuerzo por el cauce de la erudición, pese a que el autor desconfía de quienes enarbolan esa bandera. “La figura del erudito no me convence, parece un entomólogo que pincha sus saberes con un alfiler. Y yo creo que el saber debe estar vivo, dado que es un alegato contra la muerte”.
A menudo tomado como musicólogo por error, Andrés lleva entregado dos décadas a erigir un refinado edificio intelectual que rehúye los tópicos. La opción ensayística fue su forma de continuar “pensando la música, un camino solitario de mucho sacrificio”, una vez tomada la decisión de pasar la página de una carrera de casi 10 años como cantante profesional de repertorio antiguo. “Viajar no iba conmigo”, se excusa. “Soy más bien sedentario”. También podría definirse como firme creyente en las bondades del silencio, en estos tiempos en los que el ruido trascendió por obra y gracia de la metonimia al incordio del exceso de decibelios para definir la sobredosis de información que nos asedia cada día. Al silencio consagró una de sus obras más afinadas: No sufrir compañía, ensayo que vino a confirmar su “talento para titular”, alabado por Antonio Muñoz Molina, uno de sus fieles lectores.

Varias caras

Mucha de la obra ensayística de Ramón Andrés está en Acantilado, también El luthier de Delft. Música, pintura y ciencia en tiempos de Vermeer y Spinoza.
Andrés fue miembro fundador de la revista Archipiélago y también ha desarrollado una interesante labor como poeta y aforista (Los extremos).
“El silencio es una cuestión interior, un estado mental”, opina Andrés. “El problema es que el silencio no es productivo, y cuestiona. Por eso no se fomenta. La sociedad laica no ha conseguido espacios de silencio, hacemos demasiado ruido. El silencio ha quedado relegado a lo religioso, a lo sacro. No debería ser así. Y eso es otra derrota de la sociedad civil”.
Luego, cuando la conversación continúe en un moderadamente ruidoso restaurante cercano, asomarán sus vivencias consagradas a la búsqueda de la quietud durante más de tres décadas de “extranjero” en Barcelona. Aquí llegó de joven, cuando los negocios de su padre, “incorregible wagneriano”, provocaron la mudanza de la familia desde Navarra, en cuyos valles aún busca refugio para trabajar. Aquella ciudad condal en plena ebullición cultural y social parece hoy un lugar empeñado en huir hacia delante para ser otra cosa. Y la contemplación de este y otros temas de la enconada actualidad española han acabado por instalar a Andrés en cierto pesimismo. “Basta de engaños. El mundo en el que vivimos me parece fruto de una enorme confusión, de un gran malentendido por parte de todos. Antes pensaba que estábamos en manos de locos, ahora estoy convencido de que nos gobierna gente muy vulgar. España no tiene solución. Es un país de brutalidad. Seguimos formando parte de una terrible pintura negra. Pensar lo contrario sería pueril. Tome por ejemplo el sistema educativo; está pensado para generar autómatas. Crecen sin rebeldía, pero con violencia. Nietzsche hablaba de la cría de hombres. Así ha acabado siendo, una enorme factoría de hacer hombres iguales”.
Centrado en el estudio del pasado (notables son sus moderaos éxitos de ventas sobre el origen de la música en la cultura o sobre la vida de Bach a través de la biblioteca que dejó este a su muerte), pide Andrés que no se confundan sus ideas con una inútil resistencia al progreso. “Lo que hoy se entiende por tal, no es sino barbarie”, opina. “El progreso es perfeccionar el pensamiento y el sentimiento ético. Producir cosas inútiles en el menor tiempo no es progresar. Se ha perdido la capacidad de pensar el pasado, y lo peor, de pensar el presente. Eso es gravísimo, porque estamos siempre en función del futuro. El presente es un desecho, una dimensión de segundo orden. Todo está en función del futuro, y el futuro es la muerte”.
En la agenda del suyo figuran proyectos como la reedición de un ensayo acerca de la historia del suicidio o una incursión en la contemporaneidad a partir de productos culturales de este, nuestro tiempo.
NOTA COMPLETA

martes, 3 de diciembre de 2013

"Sans Soleil Ediciones", ahora distribuida en Argentina por Waldhuter.



Título: Exvoto: imagen, órgano, tiempo
Autor: Georges Didi-Huberman
Traductor: Amaia Donés Mendia
Fotografías: Marta Piñol Lloret
Páginas: 68
Tamaño: 12x18 cm
Colección: Chiribitas

El pensador frances Georges Didi-Huberman nos ofrece en este breve ensayo, intenso y lleno de matices, una original reflexión sobre la temática votiva.
-Aportación del celebre historiador del arte sobre un tema cada vez más abordado y discutido por distintas disciplinas.

“Las imágenes votivas son orgánicas, vulgares y desagradables de contemplar, pero también abundantes y difusas. Atraviesan el tiempo. Las comparten civilizaciones muy diferentes entre sí. Ignoran la ruptura entre el paganismo y el cristianismo. En realidad, es esa presencia difusa la que constituye su misterio y su singularidad epistemológica: objetos habituales para el etnólogo, las imágenes votivas simplemente parecen no existir para el historiador del arte. Su mediocridad estética o su calidad de cliché y de estereotipo las deja apartadas de la 'gran' historia del estilo. Esa insignificancia forma una pantalla, genera rechazo a observarlas. Aunque, más que de insignificancia, habría que hablar de malestar y de puesta en crisis: malestar frente a la vulgaridad orgánica de las imágenes votivas; puesta en crisis del modelo estético del arte, fomentado por las academias, la crítica normativa y el modelo positivista de la historia como cadena narrativa continua y novela familiar de 'influencias'. Las formas votivas son capaces de desaparecer durante un largo tiempo y, al mismo modo, de reaparecer cuando menos nos lo esperamos. Son capaces, también, de resistir a toda evolución perceptible”.
Este primer párrafo del texto de Georges Didi-Huberman perfila a la perfección cuál es el contenido crítico de esta breve, pero intensa y llena de matices, aportación a la temática votiva. Cada vez son más las investigaciones que trabajan la complejidad visual de los exvotos, por ello, creíamos imprescindible traducir al español esta obra de referencia y contribuir así a la dinamización de este necesario debate.

Sobre el autor:
Georges Didi-Huberman, filósofo e historiador del arte, imparte clases en la École des hautes études en sciences sociales de París. Ha publicado una treintena de obras sobre la historia y teoría de la imagen, dentro de un amplio campo de estudio que va desde la Edad Media hasta la época contemporánea. Sus obras fundamentales, como: La invención de la histeria; Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes; Imágenes pese a todo o La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, entre otras muchas, le sitúan con pleno derecho como uno de los teóricos de la imagen más importantes y originales de nuestro tiempo.

Reseña en Perfil de "Valencias de la dialéctica", de Fredric Jameson (Eterna Cadencia).

 
Falta y sobra

Qué significa leer ensayo, crítica literaria o incluso filosofía contemporánea? O tal vez la pregunta podría ampliarse, extenderse más allá de los géneros –en caso de que todavía los géneros tengan alguna preeminencia–, atravesar la ficción y desembocar en la pregunta por la lectura tout court. Es evidente que hay varias respuestas, y muchas de ellas coexisten, funcionan a la vez: la dimensión hedonista de la lectura –complemento del placer del texto– no es antagónica con la perspectiva crítica (al contrario: placer y crítica suelen ir en mí de la mano). Además de esas dos posiciones, experimento habitualmente otras dos, aunque una como exclusión y otra como militancia negativa. Uno: no leo para ilustrarme. Abomino del lector ilustrado (y de los ilustrados en general). Dos: leo en contra. Parto de la lectura como un cuerpo a cuerpo con el texto, al que intento no perdonarle nada, no dejarle pasar nada. No es una lectura de editor: no leo pensando que el autor debería corregir o cambiar tal o cual cosa, mejorar un pasaje o un párrafo. Nada de eso. Leer en contra implica establecer la discusión como horizonte de producción intelectual, como modo de entrar en relación libidinal con un texto. Sólo puedo leer en contra si el texto me convoca, me atrae, me interesa, me seduce. Si me irrita. Leer a favor no tiene el menor interés para mí. No leo en contra con el deseo secreto e imposible de que el autor cambie de idea, de punto de vista, de estilo; sino como un modo de que esa fricción con su texto genere en mí nuevas lecturas, otras escrituras, expanda el campo de mis intereses críticos. Así siempre leí a Fredric Jameson, y otra vez lo hago en Valencias de la dialéctica, recientemente editado por Eterna Cadencia, muy bien traducido por Mariano López Seoane.
Jameson es un representante menor de la larga y valiosa tradición del marxismo anglosajón, que tiene seguramente su punto más alto en Raymond Williams. A mitad de camino entre el ensayo, la crítica literaria y la filosofía contemporánea, Valencias de la dialéctica es un libro sumamente sagaz que, entre otros temas, se detiene largamente en Derrida y Deleuze; en los textos en que estos autores piensan sobre y a partir de Marx y, más generalmente, de la tradición dialéctica bajo la herencia de Hegel. ¿Qué es lo que encuentra Jameson? Mejor responder de otro modo: ¿qué es lo que le falta a Jameson, al marxismo norteamericano? Le falta y le faltó siempre un Partido Comunista. Le falta eso que le sobró al posestructuralismo francés. Si Derrida y Deleuze (con sus diferencias y enfrentamientos insalvables) no fueron nunca comunistas es porque el PC ya estaba ahí, como un acquis, en las calles de la Francia de los 60 y 70. Y también estaba la contracultura (todavía mucho más que el PC anquilosado de Georges Marchais), la clase obrera combativa, el maoísmo, el ’68, las barricadas, los estudiantes movilizados, la antipsiquiatría. La política. Con toda esa tradición incorporada, optan por Heidegger, o por Nietzsche, y hasta por Bergson. Optan por lo que les falta. Jameson no logra entender ese movimiento (precisamente dialéctico). Duke University, incluso en clave marxista, queda demasiado lejos de la ciudad. Lean las páginas 155, 156 y 157 de Valencias… y se darán cuenta.

NOTA COMPLETA