Walter Benjamin fue un detallista.
Las disidencias permanentes, abiertas o subterráneas, con su amigo T.W.
Adorno se originan en esa propensión a mirar los textos como quien se
acerca a una miniatura. En las cartas que intercambia con Benjamin,
Adorno siempre termina solicitándole una totalización. Para Adorno, a
Benjamin siempre le falta algo. Posiblemente tuviera razón. Y también
Benjamin tuviera sus razones para no llegar nunca a ese momento supremo
de la dialéctica.
Max Brod dijo sobre Kafka: “Inabarcable era el mundo de los hechos
importantes para él”. La frase describe también a Benjamin. Los textos,
los grabados, las fotografías, los objetos, las noticias eran
inabarcables y eso explica el carácter inconcluso de París, capital del
siglo XIX. Con el “método Benjamin”, la proliferación de transcripciones
era infinita. Marx, en una conocida sentencia, afirmó que “lo concreto
es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad en lo
diverso; aparece en el pensamiento como proceso de síntesis, como
resultado, no como punto de partida”. El “método Benjamin” difiere de
esa síntesis porque, en lo concreto, busca siempre el momento analítico.
Por eso, Adorno le advertía que era insuficientemente dialéctico.
Para Benjamin, como para Kafka, el mundo es inabarcable precisamente
porque su mirada se especializa en los detalles que se convierten en
hechos importantes. Por esta razón, en los escritos de Benjamin sobre
Kafka se critica la interpretación teológica y la interpretación
psicoanalítica: ambas saltan por encima de eso verdaderamente
importante. Según Benjamin, Kafka debe ser interpretado desde el centro
de su “mundo de imágenes”.
Y da un ejemplo. Es posible leer El proceso como representación de un
tribunal que funcione en un mundo inferior. Sin embargo, El proceso es
algo más preciso que esta vasta generalidad. Depende de una escritura
concreta, “de la vida cotidiana en patios traseros, salas de espera,
etc., siempre en nuevos lugares nunca esperables, a los que el acusado a
menudo no se dirige sino que se extravía”. La mirada puesta en el
detalle reconoce en una sala de techos bajos el centro alegórico de ese
mundo de imágenes. Esos techos que obligan a inclinar la cabeza son las
columnas de iglesias medievales.
Esta alegoría remite a lo teológico sólo de manera quebrada: “La obra
de Kafka es profética. Las singularidades sumamente precisas de las que
está repleta la vida tratada en esta obra deben ser entendidas por el
lector sólo como pequeños signos, indicios y síntomas… Kafka está tan
colmado de estas cosas que no es imaginable ningún suceso que no quede
distorsionado bajo su descripción. En otras palabras, todo lo que él
describe hace declaraciones sobre algo distinto de sí mismo”. Pero ese
“algo distinto” queda incompleto e inconcluso. La dimensión profética no
es el relato de lo porvenir sino su imposibilidad, porque siempre se
impone la dilación y las cosas proliferan siempre.
Kafka representa por medio del detalle. Los gestos son, obviamente,
el detalle de lo subjetivo. Así, Benjamin lee en Kafka su propia
epistemología: “Seguramente lo más inabarcable para Kafka es el gesto.
Cada uno de ellos es un suceso, incluso podría decirse un drama, en sí”.
Con su genio para encontrar y contraponer textos, Benjamin somete esta
tesis suya a una fulgurante demostración, que comunica a Scholem en una
carta de 1938. La obra de Kafka “es una elipsis cuyos focos, muy
alejados entre sí, están determinados por la experiencia mística (que es
ante todo la experiencia de la tradición), de un lado; del otro, por la
experiencia del hombre moderno de la gran ciudad”. El profetismo
moderno es contemporáneo del de la ciencia.
Y aquí Benjamin muestra la amplitud de su propio gesto de lectura.
Cita un texto científico que, al analizar con extrema precisión un gesto
mínimo (alguien va a entrar en un cuarto), capta cada una de las
invisibles partes que hacen posible ese acto. En efecto, esas partes son
invisibles para quien no tenga la mirada microscópica o la óptica de la
ciencia. Después, Benjamin concluye: “No conozco en la literatura
ningún otro pasaje que exponga en el mismo grado el gesto de Kafka”.
Voy a hacer una lectura anacrónica, de adelante hacia atrás. Se me
ocurre por primera vez que Benjamin ha hecho con el detalle, con el foco
de la mirada aplicado a lo más cercano y mínimo, un gesto a la Roland
Barthes. Los que, como yo, leyeron Mitologías y Ensayos críticos en los
años 60 todavía no podían saber que ese gusto por el detalle, el gesto y
su contraposición íbamos a encontrarlo en Walter Benjamin, leído en los
años 70. Barthes y Benjamin no tienen el mismo paradigma crítico, pero
tienen sensibilidades afines hacia lo concreto y lo que se repite
plegándose y desplegándose (Benjamin usa ese verbo por lo menos una
vez).
Elias Canetti ha dicho que Kafka “se revela como un escritor en el
sentido de Flaubert, para quien nada es trivial siempre que sea exacto”
(El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice). Imaginemos que
sucede algo semejante con Barthes. Imaginemos que Barthes ha aprendido a
leer en Flaubert. Seguramente Adorno podría objetar a Barthes lo mismo
que a Benjamin: el defecto de la totalización ausente, de la síntesis
que Benjamin desplaza siempre y no realiza nunca del todo y que Barthes,
sencillamente, rechaza.
En una carta de 1934 a Scholem, Benjamin reconoce (con reparos) la
dimensión “mesiánica” de la obra de Kafka, pero, en el párrafo
siguiente, agrega que “la constante insistencia sobre la ley” es el
“punto muerto de su obra, con lo que sólo quiero decir que precisamente
partiendo de él no me parece factible moverla a una interpretación”.
Sobre esto, recuerdo ahora lo escrito por Kafka: “En general nuestras
leyes no son conocidas, sino que constituyen un secreto del pequeño
grupo de aristócratas que nos gobierna”. Y enseguida: “La única ley,
visible y exenta de duda, que nos ha sido impuesta, es la nobleza”, que
queda oculta al conocimiento y se manifiesta en lo visible que, por ser
visible, no es la ley. Entonces, sólo es posible desplegar los detalles,
las escenografías (como en las novelas) y los gestos.
Benjamin rechaza las interpretaciones trascendentes porque las
fuerzas prehistóricas (las más arcaicas, las anteriores al mito y a la
ley) podrían estar actuando también hoy, en nuestro presente, bajo
nombres y formas que no alcanzamos a conocer. Es casi seguro, argumenta,
que concebir el pasado en forma de culpa obliga a definir el futuro en
forma de juicio. Pero, ¿qué más? Solamente que las formas del juicio son
gestos y detalles.
La profecía nos llega bajo la forma de lo singular concreto, de lo
inmanente. Benjamin cita a Soma Morgenstern, el vienés judío amigo de
Joseph Roth, que definió este lado concreto de Kafka también con una
imagen: “En él domina el aire de pueblo como en todos los grandes
fundadores de religiones”. En las parábolas cristianas y judías
reconocemos ese “aire de pueblo”, como también en los cuentos
maravillosos.
En la aldea kafkiana, los personajes son los padres, los funcionarios
y los ayudantes. En esa organización, los lectores podrán descubrir
(también en un golpe de anacronismo) que los ayudantes son seres
inacabados, nebulosos, simples, torpes, mensajeros imprescindibles,
muchachos que persisten en su ser incompleto. Benjamin agrega: “Para
ellos y sus semejantes hay esperanza”. Como los “muchachos” de
Gombrowicz, su inmadurez los sustrae del juicio y del imperio de la ley.
La “organización” (que construye una muralla china, administra el
juicio, define la llegada al castillo) los necesita. Son el precario
instrumento de bestiales poderes.
Desde este punto, Benjamin llama al olvido: “Cuando otras figuras de
las novelas tienen algo para decir a K., lo hacen –sea lo más
importante, sea lo más sorprendente– incidentalmente y como si, en el
fondo, él ya lo supiera desde hace mucho tiempo. Es como si allí no
hubiera nada nuevo, como si sólo disimuladamente se formulase al héroe
la petición de que piense en algo que ha olvidado”. Para Benjamin, el
olvido es una pieza central en la técnica kafkiana de narrar. Agregaría
otra, que Benjamin también señala: en las historias de Kafka las
peripecias difieren la llegada de un porvenir. Es decir que,
formalmente, difieren el desenlace.
Por eso, en apuntes tempranos, Benjamin escribió: “Construir la
categoría de la espera a partir de esta novela (El proceso). Así también
la categoría teológica de la ‘postergación’. Postergación en el orden
del tribunal, cuyo momento más importante es: el proceso se va
transformando poco a poco en condena. Esperar: en principio, para esto
hay que ir siguiendo cuándo, dónde, con qué frecuencia se representa al
personaje principal esperando.
Domingo infernal y de condena como día de espera”.
Significativamente, como si hubiera tenido que llegar a esto, Benjamin,
en los últimos “Apuntes”, registra que la palabra “Dios” no aparece en
la obra de Kafka, “y nada es más ocioso que introducirla en su
elucidación. Quien no entienda qué es lo que prohíbe a Kafka el uso de
este nombre, no entiende de él ni una línea”.
Igualmente, puede preguntarse: ¿la palabra Dios no está porque no puede
ser dicha ni pronunciada, porque el centro de todo no puede nombrarse?,
¿o no está porque el mundo de Kafka es más arcaico, anterior a la ley y,
por lo tanto, al Dios de las leyes? La dimensión teológica amenaza como
un instrumento escondido en la gaveta de quien quiere ocultarlo porque,
para él, también el mundo es secreto.
Cuatro ensayos, discusiones epistolares con sus amigos, apuntes. Son
éstos y no más los textos que tenemos sobre Kafka escritos por Benjamin.
La edición de Mariana Dimópulos los publica y traduce todos. Por
primera vez están juntos en castellano, publicados por Eterna Cadencia
en Buenos Aires, en una lengua que es perfectamente afín a la que leemos
como español rioplatense, nuestra lengua para el ensayo.
Queda por decir que el primer texto incluido fue traducido antes por
H. A. Murena, en 1967 (Ensayos escogidos, Editorial Sur). Queda también
por decir que Mariana Dimópulos es hoy nuestra traductora de Benjamin y
que la misma editorial Eterna Cadencia ya publicó El París de Baudelaire
y la Correspondencia entre Gretel Adorno y Benjamin. Los lectores
latinoamericanos pueden estar seguros de que no necesitarán buscar
traducciones alternativas en otras lenguas y los académicos solamente
tendrán sobre su escritorio los libros en alemán y en castellano. Siento
agradecimiento y alivio.
Quienes comiencen a leer a Benjamin abrirán el libro en el prólogo de
Dimópulos, que organiza con precisión las fuentes filosóficas e incluye
algunas citas reveladoras de Döblin, Tucholsky, Moses Hess y,
finalmente, Claude Lefort. El prólogo es buena noticia no sólo para los
que están llegando a Benjamin, sino también para quienes lo venimos
leyendo desde las traducciones españolas de los años setenta que, ahora,
deben conservarse como prueba del deseo que nos empujó a atravesar
muchas páginas incomprensibles y de las dificultades no resueltas que
encontraron aquellos traductores.
NOTA COMPLETA
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