martes, 8 de abril de 2014

Nota de Beatriz Sarlo sobre "Sobre Kafka" (Eterna Cadencia), textos, discusiones y apuntes de Walter Benjamin.

Walter Benjamin fue un detallista.
Las disidencias permanentes, abiertas o subterráneas, con su amigo T.W. Adorno se originan en esa propensión a mirar los textos como quien se acerca a una miniatura. En las cartas que intercambia con Benjamin, Adorno siempre termina solicitándole una totalización. Para Adorno, a Benjamin siempre le falta algo. Posiblemente tuviera razón. Y también Benjamin tuviera sus razones para no llegar nunca a ese momento supremo de la dialéctica.
Max Brod dijo sobre Kafka: “Inabarcable era el mundo de los hechos importantes para él”. La frase describe también a Benjamin. Los textos, los grabados, las fotografías, los objetos, las noticias eran inabarcables y eso explica el carácter inconcluso de París, capital del siglo XIX. Con el “método Benjamin”, la proliferación de transcripciones era infinita. Marx, en una conocida sentencia, afirmó que “lo concreto es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto, unidad en lo diverso; aparece en el pensamiento como proceso de síntesis, como resultado, no como punto de partida”. El “método Benjamin” difiere de esa síntesis porque, en lo concreto, busca siempre el momento analítico. Por eso, Adorno le advertía que era insuficientemente dialéctico.
Para Benjamin, como para Kafka, el mundo es inabarcable precisamente porque su mirada se especializa en los detalles que se convierten en hechos importantes. Por esta razón, en los escritos de Benjamin sobre Kafka se critica la interpretación teológica y la interpretación psicoanalítica: ambas saltan por encima de eso verdaderamente importante. Según Benjamin, Kafka debe ser interpretado desde el centro de su “mundo de imágenes”.
Y da un ejemplo. Es posible leer El proceso como representación de un tribunal que funcione en un mundo inferior. Sin embargo, El proceso es algo más preciso que esta vasta generalidad. Depende de una escritura concreta, “de la vida cotidiana en patios traseros, salas de espera, etc., siempre en nuevos lugares nunca esperables, a los que el acusado a menudo no se dirige sino que se extravía”. La mirada puesta en el detalle reconoce en una sala de techos bajos el centro alegórico de ese mundo de imágenes. Esos techos que obligan a inclinar la cabeza son las columnas de iglesias medievales.
Esta alegoría remite a lo teológico sólo de manera quebrada: “La obra de Kafka es profética. Las singularidades sumamente precisas de las que está repleta la vida tratada en esta obra deben ser entendidas por el lector sólo como pequeños signos, indicios y síntomas… Kafka está tan colmado de estas cosas que no es imaginable ningún suceso que no quede distorsionado bajo su descripción. En otras palabras, todo lo que él describe hace declaraciones sobre algo distinto de sí mismo”. Pero ese “algo distinto” queda incompleto e inconcluso. La dimensión profética no es el relato de lo porvenir sino su imposibilidad, porque siempre se impone la dilación y las cosas proliferan siempre.
Kafka representa por medio del detalle. Los gestos son, obviamente, el detalle de lo subjetivo. Así, Benjamin lee en Kafka su propia epistemología: “Seguramente lo más inabarcable para Kafka es el gesto. Cada uno de ellos es un suceso, incluso podría decirse un drama, en sí”.
Con su genio para encontrar y contraponer textos, Benjamin somete esta tesis suya a una fulgurante demostración, que comunica a Scholem en una carta de 1938. La obra de Kafka “es una elipsis cuyos focos, muy alejados entre sí, están determinados por la experiencia mística (que es ante todo la experiencia de la tradición), de un lado; del otro, por la experiencia del hombre moderno de la gran ciudad”. El profetismo moderno es contemporáneo del de la ciencia.
Y aquí Benjamin muestra la amplitud de su propio gesto de lectura. Cita un texto científico que, al analizar con extrema precisión un gesto mínimo (alguien va a entrar en un cuarto), capta cada una de las invisibles partes que hacen posible ese acto. En efecto, esas partes son invisibles para quien no tenga la mirada microscópica o la óptica de la ciencia. Después, Benjamin concluye: “No conozco en la literatura ningún otro pasaje que exponga en el mismo grado el gesto de Kafka”.
Voy a hacer una lectura anacrónica, de adelante hacia atrás. Se me ocurre por primera vez que Benjamin ha hecho con el detalle, con el foco de la mirada aplicado a lo más cercano y mínimo, un gesto a la Roland Barthes. Los que, como yo, leyeron Mitologías y Ensayos críticos en los años 60 todavía no podían saber que ese gusto por el detalle, el gesto y su contraposición íbamos a encontrarlo en Walter Benjamin, leído en los años 70. Barthes y Benjamin no tienen el mismo paradigma crítico, pero tienen sensibilidades afines hacia lo concreto y lo que se repite plegándose y desplegándose (Benjamin usa ese verbo por lo menos una vez).
Elias Canetti ha dicho que Kafka “se revela como un escritor en el sentido de Flaubert, para quien nada es trivial siempre que sea exacto” (El otro proceso de Kafka. Sobre las cartas a Felice). Imaginemos que sucede algo semejante con Barthes. Imaginemos que Barthes ha aprendido a leer en Flaubert. Seguramente Adorno podría objetar a Barthes lo mismo que a Benjamin: el defecto de la totalización ausente, de la síntesis que Benjamin desplaza siempre y no realiza nunca del todo y que Barthes, sencillamente, rechaza.
En una carta de 1934 a Scholem, Benjamin reconoce (con reparos) la dimensión “mesiánica” de la obra de Kafka, pero, en el párrafo siguiente, agrega que “la constante insistencia sobre la ley” es el “punto muerto de su obra, con lo que sólo quiero decir que precisamente partiendo de él no me parece factible moverla a una interpretación”. Sobre esto, recuerdo ahora lo escrito por Kafka: “En general nuestras leyes no son conocidas, sino que constituyen un secreto del pequeño grupo de aristócratas que nos gobierna”. Y enseguida: “La única ley, visible y exenta de duda, que nos ha sido impuesta, es la nobleza”, que queda oculta al conocimiento y se manifiesta en lo visible que, por ser visible, no es la ley. Entonces, sólo es posible desplegar los detalles, las escenografías (como en las novelas) y los gestos.
Benjamin rechaza las interpretaciones trascendentes porque las fuerzas prehistóricas (las más arcaicas, las anteriores al mito y a la ley) podrían estar actuando también hoy, en nuestro presente, bajo nombres y formas que no alcanzamos a conocer. Es casi seguro, argumenta, que concebir el pasado en forma de culpa obliga a definir el futuro en forma de juicio. Pero, ¿qué más? Solamente que las formas del juicio son gestos y detalles.
La profecía nos llega bajo la forma de lo singular concreto, de lo inmanente. Benjamin cita a Soma Morgenstern, el vienés judío amigo de Joseph Roth, que definió este lado concreto de Kafka también con una imagen: “En él domina el aire de pueblo como en todos los grandes fundadores de religiones”. En las parábolas cristianas y judías reconocemos ese “aire de pueblo”, como también en los cuentos maravillosos.
En la aldea kafkiana, los personajes son los padres, los funcionarios y los ayudantes. En esa organización, los lectores podrán descubrir (también en un golpe de anacronismo) que los ayudantes son seres inacabados, nebulosos, simples, torpes, mensajeros imprescindibles, muchachos que persisten en su ser incompleto. Benjamin agrega: “Para ellos y sus semejantes hay esperanza”. Como los “muchachos” de Gombrowicz, su inmadurez los sustrae del juicio y del imperio de la ley. La “organización” (que construye una muralla china, administra el juicio, define la llegada al castillo) los necesita. Son el precario instrumento de bestiales poderes.
Desde este punto, Benjamin llama al olvido: “Cuando otras figuras de las novelas tienen algo para decir a K., lo hacen –sea lo más importante, sea lo más sorprendente– incidentalmente y como si, en el fondo, él ya lo supiera desde hace mucho tiempo. Es como si allí no hubiera nada nuevo, como si sólo disimuladamente se formulase al héroe la petición de que piense en algo que ha olvidado”. Para Benjamin, el olvido es una pieza central en la técnica kafkiana de narrar. Agregaría otra, que Benjamin también señala: en las historias de Kafka las peripecias difieren la llegada de un porvenir. Es decir que, formalmente, difieren el desenlace.
Por eso, en apuntes tempranos, Benjamin escribió: “Construir la categoría de la espera a partir de esta novela (El proceso). Así también la categoría teológica de la ‘postergación’. Postergación en el orden del tribunal, cuyo momento más importante es: el proceso se va transformando poco a poco en condena. Esperar: en principio, para esto hay que ir siguiendo cuándo, dónde, con qué frecuencia se representa al personaje principal esperando.
Domingo infernal y de condena como día de espera”. Significativamente, como si hubiera tenido que llegar a esto, Benjamin, en los últimos “Apuntes”, registra que la palabra “Dios” no aparece en la obra de Kafka, “y nada es más ocioso que introducirla en su elucidación. Quien no entienda qué es lo que prohíbe a Kafka el uso de este nombre, no entiende de él ni una línea”.
Igualmente, puede preguntarse: ¿la palabra Dios no está porque no puede ser dicha ni pronunciada, porque el centro de todo no puede nombrarse?, ¿o no está porque el mundo de Kafka es más arcaico, anterior a la ley y, por lo tanto, al Dios de las leyes? La dimensión teológica amenaza como un instrumento escondido en la gaveta de quien quiere ocultarlo porque, para él, también el mundo es secreto.
Cuatro ensayos, discusiones epistolares con sus amigos, apuntes. Son éstos y no más los textos que tenemos sobre Kafka escritos por Benjamin. La edición de Mariana Dimópulos los publica y traduce todos. Por primera vez están juntos en castellano, publicados por Eterna Cadencia en Buenos Aires, en una lengua que es perfectamente afín a la que leemos como español rioplatense, nuestra lengua para el ensayo.
Queda por decir que el primer texto incluido fue traducido antes por H. A. Murena, en 1967 (Ensayos escogidos, Editorial Sur). Queda también por decir que Mariana Dimópulos es hoy nuestra traductora de Benjamin y que la misma editorial Eterna Cadencia ya publicó El París de Baudelaire y la Correspondencia entre Gretel Adorno y Benjamin. Los lectores latinoamericanos pueden estar seguros de que no necesitarán buscar traducciones alternativas en otras lenguas y los académicos solamente tendrán sobre su escritorio los libros en alemán y en castellano. Siento agradecimiento y alivio.
Quienes comiencen a leer a Benjamin abrirán el libro en el prólogo de Dimópulos, que organiza con precisión las fuentes filosóficas e incluye algunas citas reveladoras de Döblin, Tucholsky, Moses Hess y, finalmente, Claude Lefort. El prólogo es buena noticia no sólo para los que están llegando a Benjamin, sino también para quienes lo venimos leyendo desde las traducciones españolas de los años setenta que, ahora, deben conservarse como prueba del deseo que nos empujó a atravesar muchas páginas incomprensibles y de las dificultades no resueltas que encontraron aquellos traductores.

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