viernes, 28 de marzo de 2014

Nota en revista Ñ sobre "Conversaciones con David Foster Wallace" (Pálido fuego).

 
David Foster Wallace: Teorías y obsesiones de un escritor de culto

Antología. Tres novelas exitosas, su célebre neurosis y el suicidio convirtieron al autor de “La broma infinita” en leyenda. Sus ideas, en veinte entrevistas.

Un periodista del grupo New York Times le pregunta a David Foster Wallace “cómo se siente inmerso en la maquinaria publicitaria norteamericana”: –Puedo fingir como si me sintiera de una sola manera, aunque la realidad es que me siento de unas treinta y cinco maneras diferentes. Por razones editoriales, el periodista le pide que se limite a nombrar las primeras cuatro sensaciones que la fama le provoca y Foster las resume, aunque es obvio que podría seguir con las otras sin ningún esfuerzo (así como logró posicionar las 1.079 páginas de La broma infinita entre los best-séllers de 1997, Foster puede hacer de una charla un viaje literario).
Conversaciones con David Foster Wallace reúne una selección de veinte entrevistas con el autor norteamericano realizadas entre 1987 y 2005, y puede leerse como una invitación a su obra o como un análisis crítico de la literatura de su época. Foster no sólo se refiere a los lugares comunes con los que es asociado, y aunque admite la influencia de Pynchon, DeLillo e Irving, en las primeras charlas menciona constantemente a Manuel Puig y Cortázar como autores que lo inspiran y que producen el “clic” en su cabeza.
A los 30 años, Foster dice que “clic” es una especie de zumbido que persigue y que se le presenta como una revelación científica, un momento donde las cosas encajan y hacen el ruido natural de los mecanismos: “Fue una verdadera suerte que justo cuando dejaba de ser capaz de lograr el clic con la lógica matemática empezara a obtenerlo con la ficción”. Y bajo este lema de lo que el poeta W. B. Yeats llamaba “el clic de una caja bien hecha”, Foster es seducido por el canto de sirenas literarias, a pesar de los prejuicios que los escritores le generaban a sus 21, “principalmente a causa de todos los estetas afectados que conocí en la facultad y que llevaban boinas y se acariciaban las barbillas”. Otro de los tópicos que aparecen en las entrevistas es una teoría propia que habla del realismo y el Realismo. Este punto es clave para entender la obra de Foster, que se coloca a sí mismo entre los realistas con “r” y teoriza: “Probemos a encarar y a interpretar aspectos reales de experiencias reales que anteriormente han estado excluidas del arte”. Antagónicos, los Realistas serían aquellos que no asumen que “el realismo es una ilusión del realismo” y pueden pasar decenas de páginas describiendo un objeto para llegar a su imagen “real”. En todo caso, Foster dice que no sabe lo que él es y que responde para los críticos, “que tienen que hablar sobre un trillón de individuos diferentes” y por eso inventan clasificaciones.
Sobre fines de la década del 80, Foster cotiza en los mercados a la par de escritores como Jonathan Franzen y Bret Easton Ellis (sí, está bien hablar de mercados en la narrativa norteamericana de su época), y las campañas de prensa iluminan un nuevo movimiento de jóvenes grunge , portavoces de la Generación X, que retratan su agobio existencial capitalista poblando páginas con referencias a publicidades, medios de comunicación y marketing. En este punto, Foster prefiere desconectarse de la escuela del realismo tipo “barbacoa en el patio trasero y tres martinis” y propone una relación de cariño, “algo que haga que el lector afronte cosas en lugar de ignorarlas, pero hacerlo de tal modo que también sea agradable de leer”. Más allá de declarar que sus producciones de no ficción tenían que ver con propuestas económicas, Foster desarrolla la idea de que “el arte vital y prioritario es aquel que trata de lo que significa ser un humano”, y por esta razón la mera justificación financiera no es relevante (o resulta una retórica de humildad).
Su primera novela, La escoba del sistema , es producto de la tesis doctoral con la que se graduó a los 23 años en Lengua Inglesa con honores (a la par que en Filosofía). Después de recibir un adelanto editorial de 20 mil dólares para su publicación, Foster decide entregarla a Little Brown, editorial que lo seguirá acompañando en sus proyectos más arriesgados como La broma infinita –una novela de 1.079 páginas con 388 notas al pie–. Si bien su debut no fue un éxito de ventas, lo posicionó ante la crítica como una joven promesa. La protagonista de La escoba del sistema es una chica de 24 años que a pesar de la fortuna de su familia decide trabajar como secretaria en la central telefónica de una editorial –que no publica ningún libro–. Lenore Beadsman es adorada por su belleza y despreocupación estética, combina vestidos con zapatillas Converse, y pasa horas encerrada con su bisabuela en un geriátrico. También llamada Lenore Beadsman, su bisabuela fue alumna de un discípulo de Wittgenstein, y atesora unos cuadernos que nadie puede ver por su “peligroso contenido”. Foster cita al filósofo austríaco y dice que si pudiera separarse del lenguaje y mirarlo desde arriba lograría estudiarlo objetivamente, pero las cosas no son así: “Soy en el lenguaje. Somos en él”, deduce. Por eso en la novela hay una trama, o varias, pero sobre todo hay una estructura: a lo Puig, se mezclan capítulos de diálogo, informes, diarios y cartas para dejar espacio a un narrador que apenas asoma como artefacto descriptivo y emocional.
Más allá del trágico final de David Foster Wallace (trastornado al dejar una medicación antidepresiva, se ahorcó en su estudió a los 46 años, con los borradores de El rey pálido sobre la mesa), su literatura tiene la luz del inconformismo intelectual, sus entrevistas contestan las preguntas que él quiso responderse y leerlo es una forma de enterarse sobre el debate entre forma y espíritu.

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