Acaba de llegar a la Argentina en su versión en
castellano y en una lujosa edición, pero ya desde que se publicara en
los Estados Unidos en el año 2000, La casa de hojas de Mark Z.
Danielewski se convirtió en un libro anómalo para editoriales y crítica.
Y en verdad lo es. Se trata de un libro-objeto que utiliza a fondo los
recursos de la tipografía, el montaje, los colores y el espacio textual.
Clásica en su relato y experimental en otros aspectos, homenajeando a
Borges y bebiendo de las fuentes del terror más paranoico, La casa de
hojas es, paradójicamente, resistente a las pantallas, un homenaje y
defensa del libro de papel.
En
2000, justo con el cambio de siglo, se editó en Estados Unidos la novela
debut de un joven escritor, Mark Z. Danielewski, de 34 años. Se llamaba
La casa de hojas (House of Leaves), tenía más de setecientas páginas,
había sido rechazada por más de treinta editores y rápidamente se
convirtió en un best-seller: vendió medio millón de ejemplares en pocos
años, en todo el mundo. Pero lo que provocó entonces un verdadero
sacudón en el mundo editorial, literario y crítico fue la forma y el
contenido de esta larga y compleja novela de un debutante. La casa de
hojas es un libro que está entre la novela de aventuras, la novela de
terror y el ensayo metaliterario; es una novela experimental que hace
uso del diseño, la tipografía, el montaje, para convertirse además en un
libro-objeto que no se parece a ningún otro. Tiene páginas con el texto
invertido, páginas que se centran en una caja de texto que a su vez
está rodeado por más texto y citas y notas al pie; páginas que tienen
apenas un punto solitario, o una partitura, o un texto ilegible en
Braïlle; páginas con un renglón nadando en el blanco; páginas con un
sola palabra, reproducciones de Polaroids, cuadrados negros; páginas con
texto en rojo, tachado pero todavía legible. La palabra “casa” siempre
aparece en azul. Una parte del texto usa Times New Roman; otra, Courier.
Hay más anomalías. Fue por eso que, durante años, se consideró que La
casa de hojas, a pesar de su éxito y de su condición de pequeño mito,
era imposible de editar en castellano.
Demasiado cara, demasiado riesgo: la novela es este formato y no
puede leerse de otra manera, pero editarla respetándolo parecía alocado.
¿Quién iba a leer, además, setecientas páginas vanguardistas,
neogóticas, inclasificables?
Aparentemente, muchos. En noviembre del año pasado, La casa de hojas
finalmente vio la luz en castellano, en una lujosa coedición de las
editoriales españolas Pálido Fuego y Alpha Decay que ya se consigue en
las librerías argentinas. El esfuerzo cuenta con la fabulosa maquetación
de Robert Juan-Cantavella y una notable traducción de Javier Calvo. Y
en apenas dos meses, en España, vendió diez mil ejemplares. Hay, además
de la expectativa de cierto público y de la leyenda del libro, otra
explicación que resume, de alguna manera, el enorme atractivo de La casa
de hojas: se trata de un libro imposible de piratear. Si bien la novela
es un ejemplo de narrativa posmoderna, al mismo tiempo es fiel al
objeto libro: en ese sentido, es un anacronismo. Por sus características
físicas, es no apta para un dispositivo electrónico. Ni siquiera para
los de última generación. Circula un PDF pirata de La casa de hojas en
inglés y, como saben quienes intentaron leerlo, es una tarea inútil. La
casa de hojas, con su total dependencia del papel, le da un sentido
moderno al libro como objeto, lo saca de las pantallas; aunque es cierto
que el libro resiste admirablemente los embates de la era digital –al
menos con mayor fuerza que la música–, las voces que profetizan su
eventual desaparición del mundo de los átomos continúan. La casa de
hojas, probablemente sin querer, es una respuesta posible y una
refutación de esas profecías.
EL CORAZON DE LAS TINIEBLAS
La cuestión de la forma es tan preeminente en La casa de hojas que
resulta necesario empezar a hablar de la novela desde ese aspecto, pero
no es que el diseño aplaste o resulte una molestia para acceder al
contenido. Ambos constituyen este monstruo de muchas cabezas. Y la
historia que cuenta La casa de hojas es compleja, sí, pero totalmente
accesible y, sobre todo, reconocible.
Empieza cuando un joven tatuador de Los Angeles, el atormentado y
nochero Johnny Traunt, entra a la casa del vecino muerto de su mejor
amigo. El vecino se llama Zampanò y fue un anciano ciego y grafómano que
dejó una obra inédita y dispersa. Johnny se ve de inmediato atraído por
todos estos papeles y se convierte en el heredero accidental de una
vida de escritura. Así describe los papeles de Zampanò: “La cosa
contenía cientos y cientos de páginas. Marañas interminables de palabras
que a veces se retorcían para formar algo coherente y a veces no
llevaban a nada, a veces desmontándose, siempre ramificándose hacia
otros textos con los que me encontraría más adelante, garabateados sobre
servilletas viejas, en los bordes rotos de un sobre, una vez incluso en
el dorso de un sello de correos”.
A continuación, lo que se nos ofrece es el manuscrito de Zampanò,
ordenado y anotado por Johnny –con la forma antes descripta, que es la
forma de este libro–. Lo que Zampanò ha escrito es, a su vez, otro texto
experimental: la historia de una película documental que no existe
llamada El expediente Navidson. Es un documental de terror, cinéma
verité de género, como The Blair Witch Project o la saga Actividad
paranormal. Danielewski afirma que tomó la idea de los tantos libros
inventados por Borges y se inspiró, básicamente, en “Pierre Menard,
autor del Quijote”, cuento que aparece citado varias veces en La casa de
hojas. Incluso aquel famoso epígrafe de “Pierre Menard...” parece
referirse a los escritos de Zampanò, dice: “Recuerdo sus cuadernos
cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos
tipográficos y su letra de insecto”.
Pero aquí lo inventado no es un libro, es una película. Una película de terror que es, también, la historia de una familia.
Will Navidson, el protagonista, es un fotoperiodista ganador de
Pulitzer –con una foto polémica, a la que volveremos–; para recomponer
su matrimonio, desgastado por sus viajes y sus obsesiones, se muda a una
casa en Virginia con su esposa modelo, Karen, y sus dos hijos. No bien
llega, se decide a hacer una película familiar sobre esta mudanza, el
cambio de la ciudad al campo –antes vivían en Nueva York– y su nueva
vida.
El registro empieza a convertirse en una pesadilla cuando la familia
vuelve de un corto viaje y encuentra un espacio nuevo en la casa: donde
había una pared, una pared pelada, ahora hay una especie de closet, un
ropero, con su correspondiente puerta. Ese espacio ha aparecido. Es la
definición de lo siniestro, lo familiar que se vuelve extraño. No hay
nada en el closet, no es amenazante. Lo horrible, lo terrorífico, es su
existencia, su materialización. Investigando este fenómeno, Will
Navidson se pone a medir la casa. Y descubre otra imposibilidad, otra
locura física: el ancho del interior de la casa excede en seis
milímetros el ancho de la casa medida por afuera. Es nada, es mínimo,
pero es imposible. No es un detalle, es la distorsión de lo real.
Entonces Navidson pide ayuda: llama a su hermano y a un amigo, Billy
Reston, científico. Y las cámaras montadas para contar la historia de su
familia empiezan a mostrar este horror imposible, la peor casa
encantada imaginable. En el living aparece un pasillo negro y helado,
sobre una pared: del otro lado de la pared está el jardín, pero el
pasillo oscuro no sale hacia ninguna parte, lleva a otra oscuridad. Una
oscuridad donde algo ruge. Poco después, las paredes que sostenían
estanterías de libros se expanden y el ruido de la caída de la
biblioteca es el principio de la locura. Pronto, Navidson se verá
obligado a contratar un equipo de espeleólogos: es que ese pasillo frío y
completamente oscuro se ha expandido en un espacio enorme que él no
puede explorar, no él solo, al menos. Los espeleólogos inician las
exploraciones y encuentran un Gran Recinto cuyo techo mide al menos
ciento cincuenta metros de altura y su arco es de kilómetro y medio.
Para colmo, tiene una escalera en el centro, de más de sesenta metros de
diámetro, que desciende en espiral hacia la nada, o mejor dicho, hacia
la oscuridad total. En la tercera exploración, los espeleólogos tardan
once horas en regresar. Porque la oscuridad se mueve, crece, se expande,
se achica. Se pierden en la casa, se los escucha detrás de las paredes,
desaparecen en profundidades. Y hay algo acechando en esa oscuridad,
algo vivo. Es aquí cuando La casa de hojas se convierte en una novela de
aventuras, en un corazón de las tinieblas que se devora de una sentada:
con todos sus trucos, sus excentricidades gráficas, sus referencias y
procedimientos meta, es una novela que se lee con la misma avidez que
una de Stephen King. Es que La casa de hojas también es una narrativa
tradicional con su monstruo, su casa embrujada, el manuscrito que vuelve
loco al que lo lee. Todos temas clásicos, aprehensibles, que al
mezclarse con los procedimientos experimentales no pierden su fuerza
narrativa. Este logro casi no tiene precedentes.
EL QUE SUSURRA EN LA OSCURIDAD

La casa de hojas. Mark Z. Danielewski Alpha Decay 736 páginas
¿Qué es la casa?, ¿qué oculta? ¿Es una tumba, protege algo, es el
hogar de algo que pertenece a otro mundo, rompe con las leyes de la
física porque existe en otra dimensión? Las respuestas de Zampanò y de
Danielewski para este misterio son diversas. Por un lado, se ofrece una
larga exégesis de la narrativa de la película El informe Navidson y sus
secuelas –un corto de Tom, el hermano; una película de la esposa, Karen,
en la que incluye entrevistas– y una síntesis de la montaña de
producción crítica y académica que creció alrededor de la película.
Análisis posestructuralistas, feministas, de ciencia dura, de estética
cinematográfica, digresiones sobre la historia bíblica de Esaú y Jacob
para explicar la relación entre los hermanos, enumeraciones larguísimas
de fotógrafos, de casas célebres, de ejemplos de arquitecturas; citas en
francés y alemán y en castellano; informes científicos sobre el eco y
los meteoritos, poemas, fotografías. Todas estas digresiones son a veces
apasionantes y a veces desopilantes, incluso molestas: es obvio que, en
esta instancia, La casa de hojas es también una sátira a la crítica
académica, sobre todo a la crítica sobre los artefactos pop.
Por otro lado, también crecen las notas al texto de Johnny Truant,
el heredero de Zampanò, que no sólo comenta el texto sino que cuenta su
vida, su propia historia, sus encuentros sexuales, sus noches tóxicas,
las mujeres misteriosas que se le cruzan en los bares de Los Angeles. Lo
que constituye otra novela más dentro de La casa de hojas, la de la
vida de este chico que, posiblemente, y a causa de un trauma infantil
gravísimo –su madre insana trató de matarlo; antes, le quemó los brazos
en un accidente doméstico– se esté volviendo loco. A su mente exigida,
drogada además, esta exploración de la oscuridad y el monstruo al acecho
que lee en la escritura de Zampanò lo están enloqueciendo cada vez más,
al punto que pierde por completo la noción de realidad y ficción.
Y el diseño gráfico de la novela va acompañando los dos descensos
paralelos, el de la familia Navidson y sus amigos a las profundidades de
la oscuridad y el de Johnny Truant a la boca de la locura. Con cada
página, el diseño es más arriesgado, más extraño, más adecuado a su
contenido.
La locura de Johnny, su miedo irrefrenable mientras recorre el mundo
vagamente onírico de las colinas de Hollywood recuerda los universos
surrealistas de David Lynch, especialmente en su película Mulholland
Drive, y no es casual que uno de los mayores entusiastas de La casa de
hojas sea Bret Easton Ellis, un escritor cinéfilo, que vive en Los
Angeles y que escribió: “Esta novela está emocionalmente viva, es
angustiosamente temible y sobrecogedoramente inteligente, hace que el
resto de las novelas que le son contemporáneas resulten insignificantes.
Uno se imagina a Pynchon, Ballard, King y David Foster Wallace haciendo
reverencias a los pies de Danielewski, ahogándose de asombro, sorpresa,
risa y pavor”.
Las influencias literarias patentizadas en La casa de hojas son
muchas. La de Borges es la más obvia y llega incluso hasta el homenaje
directo en la ceguera de Zampanò, la cita en castellano del poema “El
otro tigre” (de El hacedor, 1960) y en la larguísima comparación de la
oscuridad con un laberinto y en particular con el del Minotauro, en
obvia alusión no sólo al mito clásico sino a “La casa de Asterión” –en
la novela, casi todo lo referido a este mito aparece escrito en rojo y
tachado, en uno de los muchos demenciales juegos tipográficos–.
Danielewski niega la influencia directa de Pálido fuego de Nabokov o La
broma infinita de David Foster Wallace –cuyas estructuras de notas al
pie y citas, además de la sátira académica, tienen mucho en común con La
casa de hojas–: “No las leí”, dice. “Seguramente tengo una influencia
lateral, porque sí leí sobre estos libros y Foster Wallace es además mi
par generacional, de modo que alguna influencia común debemos tener. Los
dos somos universitarios, yo fui a Yale, y estamos familiarizados con
la jerga académica –y sabemos cómo satirizarla–. Veo a La casa de hojas
como un libro de viaje literario. Está conectado con los escritores que
estudié, desde Borges hasta Sylvia Plath, Virginia Woolf, Carlos
Fuentes, Bukowski y Kerouac. Hay cantidad de influencias y precedentes
obvios en el texto, y también muchas lecturas clásicas, como Shakespeare
o la épica de Gilgamesh. Y, por supuesto, crítica literaria. Para mí es
una síntesis de todos esos aspectos.” Hay otras influencias clarísimas:
Moby Dick, de Melville, por ejemplo: la oscuridad y ese espacio vacío
de la casa, inconquistable, es la blancura de la ballena, y cuando
Navidson vuelve a la casa después de haber sido expulsado de la manera
más espantosa, vuelve convencido de que la casa es un Dios –de la misma
manera que Ahab cree en la divinidad de la ballena–. Moby Dick también
es una novela que, en sus largos capítulos técnicos sobre la caza y la
vida en un ballenero, tiene un espejo en los pasajes “duros” y
cientificistas de La casa de hojas, que discurren sobre la claustrofobia
y las enfermedades mentales, por ejemplo, o sobre los equipos de
fotografía y filmación. Y en cuanto a desafiar el proceso de lectura y
proponer nuevos significados mediante la forma, con diferentes puntos de
entrada no lineales a la historia que impactan en la estructura física
del libro, la influencia clara es de Rayuela –una influencia que ya es
tema de varias tesis en universidades de todo Estados Unidos–.
Pero, y es bastante obvio, la otra gran influencia de Danielewski es
el cine. Y no es una influencia que sólo tiene que ver con su cinefilia
o su sensibilidad generacional: es parte de su historia.
LA NOVELA FAMILIAR
La casa de hojas es, también, una novela familiar. O varias. La de
Navidson y su familia, por supuesto: la casa en abismo frente a ese
matrimonio que se disuelve. Y la de Johnny Truant y su madre demente
que, desde la institución psiquiátrica donde está encerrada, le escribe
cartas temibles, paranoicas. Pero también La casa de hojas pertenece a
la novela familiar de Danielewski. Su padre es Tad Danielweski, un
cineasta experimental de los años ’60 y ’70 que adaptó La gran ola, de
Pearl S. Buck (en 1961), y en Sinners Go to Hell, de 1962, hizo una
versión de la obra teatral de Jean-Paul Sartre A puerta cerrada,
codirigida por Orson Welles. Mark Z. no se llevaba bien con su padre,
quien murió en 1993 –era un hombre duro, nacido en Polonia, que estuvo
detenido en un campo de trabajo alemán–. Danielewski asegura que
encontró la historia de La casa de hojas en 1993, después de la muerte
de su padre. De él heredó la obsesión por el cine. Y también en su
homenaje, citando a Welles, plantó uno de los Rosebud de La casa de
hojas, que es el trauma de Navidson: el fotógrafo ganó el Pulitzer
porque tomó una foto de una niña agonizando de hambre en Africa, con un
ave carroñera a su lado. La niña se llama Delial y es uno de los
fantasmas que Navidson no puede exorcizar –es su oscuridad interior, su
tiniebla, la que va ocupando su casa–. Danielewski lo menciona poco,
pero tomó esta historia de la vida real: es la del fotógrafo sudafricano
Kevin Carter, que en 1993 tomó una fotografía de una niña muriendo en
Sudán al lado de un buitre –ganó el Pulitzer por esa foto, no soportó
las críticas que lo acusaban de no haberla ayudado, de haber preferido
la gloria de la foto antes que la compasión, y se suicidó poco después,
en 1994–. A esta oscuridad Navidson tiene que volver una y otra vez,
como vuelve a la casa porque, como dice uno de los muchos “informes”:
“La oscuridad no se puede recordar. Es por eso que los espeleólogos
siempre desean regresar a esas profundidades invisibles donde han
estado. Es una adicción. Nadie queda satisfecho. La oscuridad nunca
satisface. Sobre todo si roba algo, como efectivamente suele suceder”.
Danielewski reconoce que el cine y su padre –y lo que provocó su
muerte cuando él era muy joven– lo decidieron a incorporar el elemento
cinematográfico a su primera novela. Explica: “Gracias a mi padre
aprendí que el cine tiene una gramática que intensifica las experiencias
del público. Una película de acción es un ejemplo muy simple. Antes de
una secuencia de acción, el director tiende a presentar tomas largas y
estáticas; así el ojo del que mira se fija en un punto focal de la
pantalla y no se mueve. Cuando aparece la secuencia de acción, se usan
planos cortos y se intensifica la experiencia del público al mover el
punto focal de un lado a otro de la pantalla. El ojo se mueve por todas
partes y la respuesta a ese estímulo es visceral. Cuando estaba armando
esta novela, empecé a teorizar sobre cómo podía adoptar las mismas
técnicas en un texto. Entonces, por ejemplo, en el capítulo 9, el
capítulo del Laberinto, la densidad del texto intencionalmente
desacelera al lector, lo reorienta, presenta la pregunta sobre la
dirección dentro del libro. Pero el siguiente capítulo, el del Rescate,
sólo tiene unas pocas oraciones por página, de manera que el lector
atraviesa cien páginas muy rápido”. También, por ejemplo, cuando
Navidson vuelve a la casa y el pasillo se ensancha, las palabras en la
página se van separando de modo que el blanco se ensancha... y forma un
pasillo. La forma y el contenido resultan inseparables. Explica Robert
Juan-Cantavella, el responsable de la compleja maquetación de la versión
en castellano: “La imagen es uno de los temas principales de la novela y
es aquí donde la forma y el contenido se dan la mano. ¿Por qué? Porque
la novela nos habla de una película documental (de imagen en
movimiento): El expediente Navidson. Porque Will Navidson es un
importante fotoperiodista, atormentado por el dilema moral de tomar la
imagen o solucionar el problema que ésta representa. Porque, en última
instancia, hubiese sido difícil escribir esta novela sin dibujarla al
mismo tiempo. Así gran parte del esfuerzo visual de La casa de hojas
está centrado en recrear, con las herramientas de la literatura, una
película a la que el lector no tiene acceso. Y no sólo eso: una película
en la que predomina la oscuridad y el silencio, lo cual supone doblar
la apuesta. En ese recrear la película, muy distinto de hablar de ella,
descansa buena parte de la experimentación visual de La casa de hojas, y
si fuese necesario hacerlo la justifica”.
Novela de terror, novela experimental, gótico posmoderno, historia
de amor, sátira de la crítica académica, novela de aventuras: La casa de
hojas puede definirse de todas esas maneras al mismo tiempo, y se le
pueden sumar pasajes de literatura de viajes, de novela epistolar, de
realismo sucio, de guión, incluso de poesía. Lo cierto es que se trata
de un texto excéntrico y una literatura fresca y desafiante, que en todo
su collage y fragmentación conserva la anticuada pasión de la
narración, de la historia que se lee con ansiedad, con expectativa. La
casa de hojas, a pesar de ciertas ingenuidades, es pura satisfacción y
una experiencia que a veces raya lo físico, un paseo barroco y agobiante
y, finalmente, parecido a ningún otro.

ALGUNOS EJEMPLOS DE LOS RECURSOS GRÁFICOS DESPLEGADOS EN LAS PÁGINAS LA CASA DE HOJAS.